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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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Los tontorolos

Aeropuerto de Madrid-Barajas, reducto del Puente Aéreo. El 68,25% (aproximadamente) son varones, de cuya mano pende un maletín de documentos, o, al menos, ésa es la apariencia. Alguna dama, con similar aspecto de negocianta y parecido attaché. Viajan con tal frecuencia el trayecto que parecen gallegos, parados en una escalera: ¿van o vienen? Aspecto de aburrida abstracción. Unos hojean EL PAÍS; La Vanguardia, otros. La mirada vacua pasa, sin fijeza, sobre los rostros ajenos. Alguno revisa notas de última hora, con la cartera sobre las rodillas. Otro, desazonado, se cachea buscando la tarjeta de embarque, hasta que repara que la sujeta con los dientes. Hay quien se instala ante el permanente televisor o descifra un crucigrama -casi nunca concluido- e, incluso, se han detectado extraños individuos leyendo un libro: puede ser el que llega con demasiada anticipación y ha programado el viaje a hora... tardía. Se ignora -yo lo ignoro -, la causa de que sea más lleva dera la dilación en el punto de partida que en el de llegada. Por eso, las llaman salas de espera.Dos, tres jóvenes, casi uniformados con chaqueta azul oscuro, botones dorados, pantalones grises, que va del perla al antracita, camisas de tono neutro, para aguantar el sucio cerco de la polución, en los puños y el cuello; corbata en el umbral de la jactancia "carrascalera"... Departen, engolados, charlan sobre la reunión en la oficina o el despacho, según haya tenido lugar en Madrid o en Barcelona. Son los ejecutivos de penúltima generación, briosos y apenas contenidos, en el escalafón de las ambiciones.

El observador desocupado reparará en la pareja que permanece ostensiblemente separada, aunque sus miradas tiendan un arco sobre la muchedumbre.Puede ser lo que, antiguamente, se llamaba "amor culpable" tan sabroso, excitante y arriesgado. También, el sigiloso disimulo entre un experto en el soborno y la secretaría que porta, en bandolera, la fórmula industrial o financiera de la competencia.

Un rato antes de la prevista convocatoria, aquí y en la Ciudad Condal, se forma una espontánea cola, no para ocupar los mejores asientos, sino para asegurar la plaza en aquél y no en el siguiente vuelo. La ringlera nace instintivamente, aunque los presuntos pasajeros no lleguen a la docena; nunca se sabe si la avalancha se producirá en los últimos segundos. No es preciso el aviso megafónico; basta la señal, casi imperceptible, innecesaria casi, del empleado y la azafata que acaban de instalarse en la puerta de embarque, para recoger, con desgana, la oblonga credencial multiuso, que vulnera la higiene individual. La inmensa mayoría no se conocen, ni reconocen; van a emprender una aventura colectiva de 50 minutos y, sin embargo -lo que es remotísima e impensable posibilidad- podrían encontrar, juntos, un mismo destino accidental.

Desde hace poco, la invasión de las motorolas, el teléfono móvil que se saca del bolsillo interior de la chaqueta o del que cuelga del hombro femenino. La última duda, la recomendación olvidada, una despedida, un anuncio. Hasta ahora, se asociaba la conversación, telefónica con la postura estática, ante la mesa de trabajo, el estrecho recinto de la cabina o junto al sofá doméstico. Hoy, el coloquio inalámbrico requiere el paseo impaciente -bajo techado o a la intemperie- moviendo los pies, ya que una mano sostiene el artilugio pegado a la oreja y la otra el indispensable maletín.

Delante de mí -y por lo que esporádicamente oía, a la espalda-, dos de estos itinerantes comunicadores. Un poco más lejos, gesticula otra dama motorolera. Resultaba forzoso escuchar fragmentos de los monólogos, en tono muy poco discreto, y deducir que eran personas deseosas de encontrar a un corresponsal, lo que, distintos avatares parecían haber impedido. Se adivinaba un común punto de irritación, como culpando al otro de acto fallido.

-Mire usted- decía el que detuvo su ajetreo en el momento en que conseguí evitar que me saltara un ojo con el paraguas que llevaba bajo el brazo izquierdo-. El asunto es muy importante y ya lo de menos es que no hayamos entendido, el lugar y la hora de la cita. Le esperaba a usted esta mañana a las 11, en la oficina de don Alfredo. Es del todo evidente que no interpretamos el recado. Pero no se preocupe: estoy, en Barajas e iré a verle personalmente a las dos.

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La voz que tenía a retaguardia se aproximó: -Creí que las instrucciones eran muy claras, señor Gómez. Llamé a su secretaria, a las once y cuarto, porque mi avión tuvo un retraso inesperado. Me dicen que usted se había marchado ya, facilitándome el número de su móvil. Como la entrevista no parecía segura, decidí regresar en el primer avión de vuelta.

-Pero, bueno, amigo BaIcells: ¿desde dónde diablos dice que me llama?

Unos segundos antes que ellos comprendí que los señores Balcells y Gómez se estaban telefoneando a menos de metro y medio de distancia, con la motorola arrimada al parietal. Avancé ambas manos, con los pulgares enfrentados, haciendo un discreto gesto -que nadie había solicitado- para insinuar que era momento de cortar la comunicación y decidir si almorzaban en la capital o tomaban el avión. En ese instante, misteriosamente, comenzó a formarse la cola.

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