¿Te acuerdas, Nene?
Defensa. Los entrenadores de escuela le reprocharon su escasa disposición defensiva. Atrapados en el doble juego del golpe y el contragolpe, fueron incapaces de comprender que Emilio reservaba toda su frescura para un único fogonazo, exactamente igual que la tormenta reserva toda su fuerza para un relámpago descomunal. Con el fin de mostrarse agresivo con el tipo que llevase la pelota, hizo varias tentativas protocolarias de golpear. Fueron un fracaso; él disparaba con balas de algodón, así que siempre terminó dando la mano y pidiendo disculpas.Como John McEnroe y Hristo Stoichkov, quizá debió recurrir al viejo truco cervantino de buscarse un enemigo imaginario, pero no pudo ser, porque él estaba allí por una paradoja: sólo quería hacer diabluras y hacer amigos. Por eso, la pretensión de aquellos entrenadores binarios equivalía a pedirle que se traicionase. En palabras de Valdano, que fue su mejor amigo, aquello suponía pedir al pajarito que disparase contra la escopeta.
Ataque. Así, pues, Emilio Butragueño nunca se movió por el deseo de acometer, sino por el estricto impulso de jugar. Su tardía aparición en el fútbol profesional le permitió conservar un fino ingenio infantil y una burlona disposición a la travesura. En vez de aprender las lecciones de gramática parda que querían enseñarle los tácticos de oficina, se dispuso a poner en práctica todo lo que no había conseguido olvidar.
Amparado en sus largos brazos de funambulista, desde entonces nos ofreció un tratado de música y astronomía. Escamoteó cientos de balones de oro en la corona del área, se afiló los tacos en el punto de penalti, lanzó al barro los mastines más fieros de la jauría, y en algún momento se atrevió a fulminar a Maradona en presencia de San Paolo y San Genaro. Sin embargo, el verdadero milagro fue que los censores no le hicieran cambiar.
No cayeron en la cuenta de que, para ser leales a sí mismas, las estrellas fugaces deben viajar libres antes de apagarse para siempre en un silencioso destello terminal.
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