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Parecen golondrinas

Jamás hubo en Madrid tantas floristas callejeras. Hasta hace bien poco esa castiza procesión era capitalizada por gitanas locuaces y violeteras. bondadosas. El cambiazo ha sido espectacular, y constituye una de las muestras más vistosas del nuevo cosmopolitismo madrileño. Doblas una esquina y te abordan tres o cuatro señoritas orientales con un cartón de tabaco de contrabando o un puñado de rosas inodoras envueltas en papel de celofán.Parecen golondrinas que van piando sin decir ni pío, entre otras cosas porque la mayoría de ellas desconoce nuestra lengua. Sólo se saben mecánicamente el precio de un capullo. Caminan cada día demasiados kilómetros por el, asfalto. Y no sólo trabajan la noche. Se infiltran fugazmente en los bares de cañas a la hora del desayuno o del aperitivo. Su rostro es inescrutable; su sonrisa, una máscara gélida. A cualquier leve insinuación del camarero abandonan el local como han llegado: presurosas, evanescentes, respetuosas., programadas, autómatas. Da la impresión de que todas son la misma. Pero no es así, cada rostro oculta una lucha patética por la supervivencia, acaso la historia de una explotación sórdida.

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Funcionan con meticulosidad ejemplar y están muy bien organizadas. Tras ellas, en la sombra, tiene que haber un genio de las finanzas y la mercadotecnia. Pero esta lluvia de flores en Madrid es engañosa, un cuento chino. Las rosas se han convertido en un simulacro del plástico, falaces vegetales, criaturas clónicas ajenas a los aromas. Son flores de museo de cera. Ya no se ven nardos, ni violetas, ni margaritas frescas. ¿Qué ha sido de las floristas de siempre? ¿Qué ha sido de Antonio? El era rara avis en una profesión abrumadoramente femenina. Operaba por la zona de Malasaña hasta hace dos años. A la caída de la tarde salía al campo con su pastor alemán a recoger flores silvestres. Las agrupaba artesanalmente en ramitos primorosos. Por la noche ofrecía su filigrana por los bares con palabras cordiales y guiños entrañables. Las floristas del cine, la literatura y el recuerdo han desaparecido. A pesar de ello, la más bella y universal canción de tema madrileño sigue siendo La violetera, de Padilla y Montesinos, una joya de la música popular. Raquel Meller (1888-1962) consiguió con esta canción popularizar el cuplé en Nueva York y París. La melodía dejó fascinado a Charles Chaplin, hasta el punto de que, con alevosía de juzgado de guardia, la robó para incluirla como estrella de la banda sonora de Luces de la ciudad, una de sus grandes películas. El maestro José Padilla (1889-1960) llevó a Charlot a los tribunales. La justicia puso las cosas en su sitio. Y La violetera, aunque ya no existe, sigue dando la vuelta al mundo.

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