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Adiós al invierno para siempre

Ha llegado la primavera y ya podemos ser felices. Justo a tiempo: desde hace más de un invierno no veo en mi entorno más que presagios, augurios, signos.El otro día, por ejemplo, mi amiga T me dijo que va a emigrar. ¿Una pasión? ¿una fuga tras un hombre? ¿la vuelta al mundo en un balandro solitario? No. Simple derrota. T saltó hace unos meses en la reestructuración de su empresa (pública), tras la llegada de un pelotón de ejecutivos que parecían modelos de televisión y de cuya insolente ignorancia no pudo seguir aceptando órdenes; además es muy incómodo no poder mirarse al espejo por las mañanas. Y no es una mujer soberbia, ni leninista, ni menopáusica, como dijeron cuando se marchó sin pedir una peseta por liberar su empleo, (y que no ha podido sustituir ni por un contrato basura). Algunos mayores de treinta años comprenderán su historia. Los jóvenes en pato no, claro. T se va a pasar hambre en París, como se hacía antes, porque por lo menos allí los puentes son bonitos y hay más tradición.

Durante un tiempo la abundancia de historias como la de T -sí, ya sé: una pesadez-, me tentó a coleccionarlas. ¿Por qué no? Coleccionista de dramas de la vida real (dramista), pensé, sonaba más noble que filatélico o cazador. No pensaron lo mismo mis íntimos: agobiados por mis crónicas terribles, el frutero empezó a pasarme plátanos negros, el banquero me subió tres puntos la hipoteca y mi inspector de Hacienda me amenazó en la timba de póker, lo que si por una parte no me vendría mal pues siempre pierdo, por la otra pensarían que estoy conchabado con Hacienda. Después de lo que hemos visto estos meses, ¿quién se fiía?

Pero ahora ya han abierto las piscinas y podemos disfrutar de la vida como sucede en los anuncios que nos saludan desde los 1.500 chirimbolos del alcalde. La vida es por fin chispa de juventud y sabor de felicidad, y a todos nos espera, en la esquina desde donde antes veíamos las nubes alejarse, una cerveza, un descapotable o una actriz. Desde hace unos días el sol nos permite andar en bermudas como en California y la vida en Arturo Soria se parece mucho más a lo que hemos estado viendo en la televisión del invierno. La felicidad, como un helado, está al alcance de la mano.

Conozco a una mujer con dos hijos heroinómanos y dos hijas acechadas por su padre alcohólico. Conozco a varios talentos en la puerta de la universidad intentando que les perdonen la inteligencia. Y conozco a un ejecutivo con un chalé en Aravaca, una esposa de Bilbao y una camioneta con un air-bag que salva hasta del cáncer de pulmón, que sin embargo es muy desgraciado pues quiere ser pintor y no se atreve: entre los suyos ser pintor vivo es por lo menos sospechoso. Cuando llega el verano se acuerda de cuando era libre y recorría Europa en una moto, y se pone fatal. Mucho peor ahora que al fin Iba llegado el Séptimo de Caballería y el Octavo de Chirimbolería a los ayuntamientos, y la felicidad que al fin a todos nos embarga, a él le subraya la melancolía. Lástima.

Tengo un amigo, M, en el último mes de subsidio de paro, que ayer tenía 36.000 pesetas en el banco, dos hijos en el colegio, una esposa sin trabajo (jamás lo tuvo), y un piso alquilado y sin embargo decente que sólo les costaba 60.000 al mes. Hablo en pasado porque se lo han pedido. M también tiene una novela en el cajón -escrita en la angustia de no volver a tener empleo y en la esperanza de no tenerlo hasta terminarla-, y a mí me extrañaría que no fuera buena.

No sólo porque conozco a M sino por un viejo prejuicio romántico (y estadístico) que me hace creer más en el artista flaco que en el golfista. Alucinado por su situación, M se pregunta si con su novela podrá salvar a tiempo a su familia.

Yo, como experto dramista, sé que las buenas novelas no han salvado a nadie nunca de nada, como no sea del aburrimiento, que no es poco, y de otras amenazas que no son de comer ni de beber. A mí lo que me preocupa es si mi amigo va a tener simplemente dos o tres lectores que sepan leer, que es lo que de verdad le va a calmar el hambre. Siempre me ocurre: con el calor, las terrazas, la tele y las vacaciones (todo un poco lo mismo, si se piensa, entre otras cosas por su lado obligatorio), siempre he sospechado que la vida se simplifica en junio y amenaza con convertir nos en naranjada, desodorante, aire acondicionado o aceite bronceador, y además entre las paredes de cartón de un mezquino apartamento de la costa en donde si uno coge un libro, estalla.

Pero este año la histórica coincidencia de la llega da de la primavera con el fin del Largo Invierno me ha hecho comprender que al fin voy a salir de tan agotadora esquizofrenia. Gracias a esta universalización del mundo celeste de los anuncios que disfrutamos gracias al alcalde, se acaban, no las historias tristes, sino el tener que recordarlas en la calle, donde (todavía) no hay televisión para taparlas, borrarlas, olvidarlas. La chispa de la juventud ha dejado de ser náutico privilegio de revistas y terrazas, y podemos disfrutar de ella mientras esperamos el autobús mirando cómo unos rapados le atizan a un africano. Toda esa realidad trivial y desagradable que hasta el momento teníamos que soportar sin anestesia, ahora se armoniza con una sonrisa. Todos sabemos que la vida es un valle de lágrimas, arrieros somos y esto no tiene arreglo, sólo alivio. La solución no está pues en pincharse, beber o matar. a los punks. Para qué, si para aliviarse basta con sonreír en blanco.

Dicen que ya no creemos en nada, y yo así lo creía hasta ahora. Es falso: Esta forma veraniega de vivir y proponer nuestro destino es la clara y legítima heredera de las Grandes Ideologías: Sonrisa y Salud para Todos. ¿No les suena? Discreta, alegre, deportivamente, esta universalización de la bondad de la cerveza fría y el desodorante de manzana es una forma agradable e indolora de aliviar este, campo de batalla y avanzar hacia el mundo feliz en el que ya estamos entrando para siempre.

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