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Reportaje:EXCURSIONES: DE TORRES A PEZUELA

Por la tierra de Alcalá

Pueblos del viejo arzobispado de Toledo navegan sin futuro por un mar de yeso, olivos y trigo duro

El futuro es un inmigrante polaco establecido en Torrejón que jamás pisará el patio Trilingüe de la universidad alcalaína; un ama de casa de Mejorada que cree que Loeches es un exabrupto; un ejecutivo atascado en la carretera de Barcelona para el que los desvíos hacia el sur, hacia Torres de la Alameda y aledaños, son un capricho progresista de algún ingeniero de caminos. "¡Más M-50 y menos zarandajas!". El futuro está repleto de individuos así.El futuro no ha pasado, ni pasará, por la tierra de Alcalá. Hubo un tiempo en que las cosas pudieron haber rodado de forma distinta. Durante la Edad Media y buena parte de la Moderna, Alcalá y su alfoz constituían uno de los señoríos más descollantes del arzobispado de Toledo; tanto es así que en 1801, al independizarse de éste y naturalizarse madrileños, la provincia quedó configurada por dos partidos: el de Madrid, con 122 pueblos, y el de Alcalá, con 63.

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Siempre fueron estos lugares, al decir de los cronistas, los más castellanos de los madrileños. Pero ese honor no les sirvió de nada cuando la industria les dio la espalda, abandonando a muchos de ellos a la deriva en ese "mar petrificado" que vio Unamuno y que no es sino un páramo de yeso y trigo duro a medio camino entre la Puerta del Sol y Guadalajara, entre las, manos vacías y el cielo.

Comparado con otros enclaves del entorno, Torres de la Alameda es Nueva York. La población crece sin cesar, se advierte cierta prosperidad en obras públicas y privadas, y hasta la iglesia de la Asunción, que es del siglo XVI, se las da un poco de catedral. La torre con escalera de caracol, el artesonado de madera de las tres naves interiores, el coro alto, la bóveda gótica de la sacristía y la galería lateral por la que se accede al templo son sus tesoros visibles.

Luego hay otros que no es que sean invisibles, pero casi, pues sólo cabe echarles un vistazo el Viernes Santo; como esa pintura, reproducción de la Sábana Santa, cuya leyenda reza: "Éste es el verdadero retrato del Santísmo Sudario, sacado del original de Turín y tocado en él a tres de mayo de 1620 años". En la ermita de la Soledad, del siglo XVII, se conserva una estela romana, señal inequívoca de que este asentamiento no fue fundado, anteayer.

Valverde de Alcalá, el valle verde de los árabes, debe su nombre a los campos feraces que lame el arroyo de Pantueña. La iglesia de Santo Tomás custodia una talla del siglo XIV y otra atribuida a Mena; pero la riqueza de sus gentes no se halla entre estos muros barrocos, sino allá afuera, entre los almendros, los olivos y los cereales, donde sucede ese milagro cotidiano del riego por sudor que ha asombrado a la poesía mediterránea desde tiempos de Homero.

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Lo mismo ocurre en Villalbilla, cuyo paisanaje siempre ha tenido muy a gala eso de que "la mejor condecoración es la de unos labradores honrados". No obstante, las guías destacan las excelencias de la iglesia parroquial (siglo XVI), sus portadas platerescas y su torre mudéjar, porque con algo hay que entretener al turista.

El Palacio de los Marqueses, destartalado y venido a menos en manos de particulares, es el mejor emblema de Corpa, sitio de aguas míticas y míticos caballeros. En la iglesia se guarda la memoria y el sepulcro de don Francisco de Collantes, protector de artistas y desvalidos, que "murió a mano airada de uno de sus beneficiados, a quien perdonó en su agonía, el 8 de octubre de 1626". Cuentan que medio siglo después de que un escultor le asestara un gubiazo traicionero, su cuerpo permanecía incorrupto.

Siete de cada diez viviendas de Pezuela de las Torres -último hito de esta ruta- son anteriores a 1900: éste es el casco urbano más viejo de Madrid. Aquí hay un templo del siglo XVIII, con cabecera mudéjar y pórtico renacentista; hay restos de la picota y rebaños de ovejas que suben y bajan por la calle Mayor entre nobles casonas. Lo que no hay es ni rastro del futuro. Ni falta que hace.

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