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EL PERIPLO DE UN NIÑO

El eco de los pandilleros

Jan Martínez Ahrens

El futuro de El Gordo se ensombrece con el recuerdo de aquellos jóvenes que escribieron con sangre el explosivo capítulo de la delincuencia juvenil de los setenta. Una historia canalla que inició José Joaquín Sánchez Frutos, alias El Jaro, fallecido el 24 de febrero de 1979 de un disparo de escopeta. Al morir, esta leyenda de arrabal tenía 16 años. Los suficientes para llevarse a la tumba el dudoso mérito de haber inaugurado la inseguridad ciudadana.Nacido en 1963 en Villatobas (Toledo), su carrera delictiva se inició a los 12 años entre los tópicos de la marginación: madre alcohólica, padre mendigo y hogar en ruinas. Una cuna poco agradable, desde la que saltó en marzo de 1974 al reformatorio del Sagrado Corazón. "He robado 15 coches y he dado estirones [sic] yo mismo, porque yo siempre he querido ser libre", escribió en renglones torcidos durante su encierro. Hasta 15 veces volvería al reformatorio.

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En 1975 formó su primera banda. Fue entonces cuando comenzó a llamar la atención de la policía, que advirtió cómo de la noche a la mañana el crío que daba tirones en Peña Grande se convertía en un temerario conductor de coches robados. Un mocoso alrededor del que crecía un nuevo fenómeno. Su voz imperaba entre los pandilleros del norte de la capital. Tanto que su banda llegó a contar con más de 30 jóvenes -entre ellos un tercio menores-, que para cometer sus fechorías se dividían en grupos de cinco o seis. La noche les pertenecía.

Arsenal

El 15 de febrero de 1978, sin embargo, la banda fue desarticulada. La policía detuvo a una veintena de sus integrantes y les imputó 100 robos de coches, 40 atracos a garajes y 4 a gasolineras, 33 asaltos a transeúntes y más de un centenar de tirones. Todo un arsenal de delitos. Pero El Jaro había quedado libre. Y con ganas de seguir. Con tres compinches, el 30 de julio de ese año intentó desvalijar un chalé de Somosaguas. La Guardia Civil le descubrió. Dos balazos en el bajo vientre -perdió un testículo- le tumbaron. Ingresó en el correccional de Zamora. En diciembre de 1978 pisó de nuevo el asfalto. A los dos meses cayó abatido en la calle de Toribio Pollán durante un atraco a punta de navaja. Apretó el gatillo un vecino que pretendía ayudar a la víctima.La muerte de El Jaro no fue más que un anticipo del porvenir que le aguardaba de toda una generación de delincuentes -como El Payaso, El Melones, El Caracaballo, El Fitipaldi o El Gasolina que asoló las grandes ciudades españolas en los setenta. Un torbellino del que el nombre Juan José Moreno Cuenca, alias El Vaquilla, es de los pocos que aún se mantiene vivo -el pasado 27 de octubre protagonizó una rocambolesca fuga que le devolvió a los titulares- El resto de aquella generación loca por los coches robados acabó sus días acribillado por la chutona, o la pipa (pistola).

Desde entonces, especialmente en la década de los noventa, la delincuencia infantil y juvenil ha venido caracterizada por su individualismo. Niños solitarios que contemplan la droga y la violencia como un elemento más de su paisaje cotidiano. Este es el caso de Adolfo, más conocido por El Ratilla, un chiquillo del poblado de Pies Negros -ahora desaparecido que a los 10 años ya se drogaba y traficaba. De poco sirvió el escándalo suscitado por su situación. Con el paso del tiempo y con la madre presa y la hermana camella, El Ratilla ha ido acumulando antecedentes y balazos. El último en febrero pasado a manos de un vigilante jurado. El Ratilla tiene sólo 16 años. Cuatro más que El Gordo.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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