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Urgoiti

El impulso industrial y financiero que dieron a toda España los vascos en el primer cuarto del siglo XX es muy digno de admiración. Un impulso que enlazaba con la tradicional intervención de guipuzcoanos y vizcaínos en los asuntos españoles, que les llevó a estar presentes desde 1492 en los países americanos recién descubiertos. Una tradición que ha seguido un ritmo oscilante, como el de las mareas, como el de la luna, con sus crecientes y sus menguantes, surgidos estos últimos cuando los vascos se encierran en sí mismos y traen a su hermoso país, a la vez, ensimismamiento y alteración.- Como desgraciadamente ocurre ahora. Pero aquellos primeros lustros de nuestro siglo fueron una gozosa pleamar de su inventiva y de su actividad.La historia de la economía española ha avanzado considerablemente en los últimos años, y una ejemplar demostración de este progreso nos la proporciona la economista Mercedes Cabrera con el libro La industria, la prensa y la política: Nicolás María de Urgoiti (1869-1951), que acaba de publicar en Alianza Editorial. En él se estudia el surgimiento, los tártagos de su desarrollo y la consolidación de algunas de esas empresas vascas a través de la biografia de un empresario, fórmula poco frecuente en nuestro país. Tuvo la suerte esta excelente escritora de tener acceso al diario que Nicolás María de Urgoiti, el personaje de su relato, llevó casi sin interrupción a lo largo de su vida y en el que fue consignando con sinceridad todas sus actividades, opiniones, relaciones con las gentes de su época, sus logros y sus fracasos. Durante diez años la autora ha seguido, con una u otra intensidad, el trato intelectual con este emprendedor, consciente de que, en casi todo momento le he cedido la palabra a Urgoiti y es él quien normalmente habla en mis páginas". Lo que da a éstas, aparte su interés histórico, ese peculiar patetismo que brota al contar de cerca toda vida humana. Es claro que Mercedes Cabrera no se ha limitado a ese cuaderno de bitácora de Urgoiti, sino que ha indagado pacientemente en las actas de los consejos y juntas de sus empresas,en la opinión de sus contemporáneos y en los acontecimientos políticos de aquellas décadas que sintetiza con especial acierto.

Nicolás María de Urgoiti fue el forjador de la industria española del papel, antes de él incipiente y menesterosa, con la creación de La Papelera Española y sus consecuencias naturales, la editorial Calpe (luego asociada con Espasa) y el periódico El Sol. Todas esas empresas, al final, se le fueron de la mano por intrigas políticas, al no ser propietario mayoritario de ninguna de ellas. Porque, reiterando lo que dije hace años en la muerte de otro ilustre ingeniero, cuando se pone la vida seriamente en algo hay que pasar por muchos avatares hasta lograr el empeño: atravesar las tierras de los desalmados, evitar el promontorio de los tontos, no perecer en las arenas movedizas de los propios errores y vacilaciones y doblar el cabo de las desesperanzas. Y al final Urgoiti fue vencido por su salud, por las envidias y por la peligrosa nobleza con que planteó todos sus emprendimientos.

Por parte de su padre, la familia de Nicolás era vizcaína, en su origen carlista. La familia materna, por el contrario, era guipuzcoana y liberal, de posición desahogada, que por sus ideas tuvo -que emigrar del foco carlista que era la Guipúzcoa profunda. Del matrimonio de Nicolás Urgoiti Galarreta con Anacleta Achúcarro nació -, en Madrid, por azar-, el 27 de octubre de 1869, Nicolás María de Urgoiti y Achúcarro, que sería el primogénito de cinco hermanos. "Cuando era niño", cuenta en su diario, "en la escuela estaba prohibido hablar en vascuence, y en casa se hablaba castellano". De ahí que recurriese a infinitivos y sustantivos aprendidos al oído para entenderse con los casheros. Pero siempre lamentó, de mayor, no poder leer directamente la rica poesía vasca, la cual como decía Baroja-, "fuera del idioma en que está escrita, no es nada. No es traducible porque es más música que literatura". Urgoiti fue un vasco de larga mirada que abarcaba a toda la nación, aunque sentía nostalgia por los paisajes de Euskadi cuando estaba lejos de ella. Para consolarse no dejó de poner nombres vascos a las casas que tuvo para sus vacaciones: Eguzki la de Biarritz y Nicotoki la de Cercedilla. Flamante ingeniero de Caminos en 1892, casó a los pocos meses con su prima María Ricarda Somovilla Urgoiti. Aunque sus aficiones parecían destinarle a las grandes construcciones, aceptó el puesto de ingeniero de la fábrica de papel de Cadagua, en las Encartaciones, en la linde con Santander. Las condiciones de la oferta eran tentadoras para un ingeniero recién casado, pero también influyó en su decisión que el valle del Cadagua le recordaba el valle vasco de Loyola, y la chimenea de la fábrica, la cúpula del monasterio de los jesuitas donde había estudiado de pequeño. Allí descubriría lo que iba a ser su gran pasión: el papel. Pero esa pasión surgía en un momento oportuno cuando se estaban modernizando en Euskadi las estructuras de los principales sectores industriales: la minería del hierro, la siderometalurgia, la construcción, las navieras, los ferrocarriles, la industria eléctrica, las industrias químicas, los seguros y la banca. "En diferentes y sucesivas oleadas", nos explica la autora, "fluyeron los capitales y Bilbao se convirtió en la plaza en que mayor número de sociedades anónimas nacían, y en 1891 se fundó la Bolsa de Bilbao".

Los financieros de ese desarrollo comprendieron además -que los ingenieros y técnicos debían formar parte de los cuadros directivos y tener voz y voto en las decisiones empresariales. En el caso de Urgoiti, el presidente de la Papelera del Cadagua era el futuro Conde de Aresti, que sería "una de las personas más cercanas a él, que le apoyó en todo momento en sus proyectos de unión papelera". Pues Urgoiti vio enseguida que hacía falta una doble integración de las fábricas de papel, dispersas y enfrentadas: la integración horizontal mediante su fusión, y la integración vertical abarcando todo el proceso, desde la producción de materias primas hasta la creación de almacenes propios de distribución en los puntos neurálgicos del mercado. Así nació, a fines de 1901, bien promocionada por Rafael Picavea, La Papelera Española, con un capital de 20 millones de pesetas, lo que para aquellos tiempos significaba una sociedad de gran dimensión. Su presidente inicial fue José María de Arteche, pero, fallecido a los pocos meses, le sustituyó el conde de Aresti en ese cargo, que ocupó hasta su muerte. Urgoiti fue el director general hasta su forzada dimisión en 1925.

Las incidencias, los problemas financieros -a los que aportó tranquilidad Juan Manuel Urquijo con su banca-, la creación de sociedades complementarias, la violenta polémica con El Imparcial y con Luca de Tena por los aranceles, las consecuencias buenas y malas de la guerra europea, y la relación de Urgoiti con el Rey y los políticos -Maura, Dato, Primo de Rivera-, fueron la lucha cotidiana no siempre grata de este hombre extraordinario, cuya normalidad psíquica se rompió dos veces en su vida, que él mismo calificó después en su diario como "el descenso a los infiernos".

Pero, desde su mocedad, Urgoiti tenía dentro el duende del periodismo. Y como empresario había definido los obstáculos que lastraban la vida de la prensa española: la insuficiencia del capital, la mediocridad de la presentación material, y la falta de organización para la venta y la publicidad. Ese periódico a la altura de los tiempos soñado por Urgoiti nacería, después de viarios intentos fallidos, el 1 de diciembre de 1917 con el nombre de El Sol. José Ortega y Gasset, mi padre, fue su mentor y principal colaborador desde su primer artículo a los pocos días de aquel nacimiento donde decía que "el título de este periódico significa ante todo un deseo de ver las cosas claras... y una apelación que del crepúsculo hacemos al mediodía", hasta el último, el 25 de marzo de 1931, en que un grupo de monárquicos recalcitrantes, capitaneados por Gabriel Maura, lograron que La Papelera, propietaria mayoritaria entonces de El Sol y La Voz, arrebatase a Urgoiti el gran e influyente rotativo, y mi padre, en solidaridad con Urgoiti, dio su "adiós a los lectores de El Sol". Mercedes Cabrera cuenta con dramatismo esta aventura cultural en la que hubo hasta un duelo a espada entre Urgoiti y Miguel Moya, el brillante director El Liberal, pero no tengo ya espacio para comentarla con toda la profundidad, emoción y exactitud que me merece y que dejo para una proyectada Historia probable de los Ortega que tengo en taller. Allí rectificaré algunos pequeños errores sobre mis antepasados que se han deslizado en el espléndido libro de Mercedes Cabrera, el cual es una feliz confirmación de la irresistible ascensión de la cultura femenina.

Tuve la suerte de tratar a don Nicolás en sus últimos años -fue un longevo con mala salud-, cuando me encargó la publicación en las ediciones de la Revista de Occidente de una Biblioteca Ibys de ciencia biológica que patrocinó el prestigioso Instituto Ibys, fundado por él.

"Es usted, amigo mío", le escribía a mi padre el 17 de abril de 1919, "uno de los pocos hombres arqueros que he encontrado en nuestra España, uno de los pocos para quienes la vida es elección de una noble meta y la aspiración grave, seria y continuada hacia ella". Así veo yo también a don Nicolás María de Urgoiti.

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