El bulldog de mantequilla
FÚTBOL PRIMERA DIVISIÓN
Acosado por los sabuesos de la Copa de la UEFA y otros perseguidores de las distintas piezas del campeonato, José Antonio Camacho aprieta las mandíbulas, crispa su ceño de mastín, y vuelve a gruñir desde el banquillo sin tiempo para sacudirse la tensión ni para lamerse las cicatrices. Si la historia pudiera escribirse en puntos de sutura, su vida sería un tratado de pasión y cirugía. Antes desde el lateral como ahora desde su caseta, se ha tomado el duro trabajo de morder a extremos fugaces, de vigilar a los falsos interiores que caen a la banda por sorpresa y de perseguir a todos los trenes de alta velocidad que se atreven a viajar por el carril. Y, a costa de triturarse los pómulos y las cejas, siempre fue al choque.En sus primeros años de Chamartín, el tren se llamaba Johan Cruyff, tenía cinco velocidades y disfrutaba de un motor turboalimentado que se adelantó a la tecnología de su tiempo y sentó las bases del fútbol de fin de siglo. A pesar de tanta excelencia y del dolor de riñones, Camacho le plantó cara sin complejos: aquí le ladró, allí le mordió. Luego, en el apogeo del acero y la hamburguesa, se encelé con Karl Rummenige; esta vez el enemigo tenía la inteligencia de un rinoceronte, pero tenía también el pellejo blindado. Para evitar equívocos, Camacho le ladró poco, le atizó mucho y se retiró al vestuario con los colmillos echando espuma. Finalmente llegó Maradona, y ahí estaba él, adivinando por qué agujero saldría el ratón, lo que, tratándose de Diego, el verdadero problema consistía en saber de qué lámpara saldría el genio. De aquellos duelos saltaron algunos de los más hermosos chispazos de la época.Ahora, encadenado al banquillo, sigue siendo el mismo Camacho indomable. A falta de unas botas para jugar, alecciona a los suplentes, discute con el cuarto árbitro, pide un sobreesfuerzo a ese carrilero que vuelve echando los bofes, y en un descuido le pregunta al juez de línea dónde se ha graduado la vista para marcar semejante fuera de juego. Incapaz de permitirse ni un solo minuto de indiferencia, vive el juego más intensamente que nunca, quizá porque su lealtad de perro guardián no es tanto una virtud como un maleficio.
No hay en su figura ni un solo rasgo contradictorio. Su imagen sigue transparentándose como una radiografía, y a poco que nos fijemos en ella, siempre le veremos el corazón.
Dice la leyenda que un relámpago cayó sobre el pico del área. Dice también que después del deslumbramiento apareció Camacho.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.