Callos
La mayoría de los actos programados para este San Isidro son grises, anodinos e insulsos. Pero hay excepciones clamorosas. El domingo se celebró en Ciudad Lineal una concentración mordaz y literalmente visceral: el Festival de Callos. No se trataba de las canciones de Eurovisión, ni de un con curso de feas, ni de un simposio de pedicuros. La refinada convocatoria se montó para degustar pedazos de estómago de vaca, ternera o carnero, guisados a lo bestia por y para gentes sin escrúpulos. Se repartieron 3.000 raciones de ese guisote tan oficialmente madrileño y proletario.Codiciados por unos y abominados por otros, los callos son una provocación a la exquisitez y a la cocina posmoderna, pero constituyen uno de los platos más populares, sonrojantes y bárbaros de la gastronomía nacional. La casquería es parte fundamental del realismo sucio culinario; tiene un claro ramalazo de cine gore y de la estética intestinal tan en boga entre los depravados. Quien no hace ascos a los callos está preparado para tragar lo que sea. Y comer las entrañas de alguien es cualquier cosa menos entrañable. Sólo se debiera hacer en la más estricta intimidad, como el amor y la defecación.
Hay muchos callos en España, pero los de Madrid se llevan la palma de la nombradía. Ahora bien, esa celebridad callista de la capital de España es incierta, cínica incluso. Es difícil encontrar un bar donde los preparen con dignidad. Los callos mal guisados son una porquería intolerable, una inmundicia. En cualquier cantina del barrio Húmedo de León cocinan las vísceras con mucho más fundamento que aquí. Existe una teoría fascinante muy relacionada con la cultura de algunas tribus salvajes: quien come las entrañas de su enemigo se apodera de toda su fuerza. Acaso la abundancia de escritores y poetas en León es debida a que se ponen tibios a mollejas, riñones, hígados, asaduras y, por supuesto, callos muy picantes.
No debe de andar muy descaminada tan sorprendente hipótesis: el poeta, novelista y comediógrafo Antonio Gala -delicado, sutil, prolífico y potente- es un asiduo consumidor de todo tipo de casquerías. Él conoce bien los pocos lugares de Madrid donde ponen los callos como Dios manda. (Dato chocante, Gala sólo come mejillones por educación, cuando no hay Más remedio.)
Por lo demás, los callos no son tan vergonzantes: los beatos los tienen en las rodillas; los estudiantes, en los codos; los oradores, en la lengua; los políticos, en el culo; los labradores, en las manos; los fracasados, en el alma. Madrid está encallado.
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