La lengua y la lucha
Doy por cierto que las cosmogonías, las religiones y demás relatos de salvación surgieron no sólo con el lenguaje racional, sino también contra él: para compensar con el mito los efectos devastadores que sobre la espontaneidad y solidaridad instintiva supuso la aparición del logos. Y doy por falso, por falso e insensato, el moderno dogma dialógico que pretende curar aquellos Iodos con estos polvos: responder y superar los fundamentalismos étnicos o religiosos con el fundamentalismo del propio lenguaje.Veamos. Primero fue el fundamentalismo más o menos romántico de las lenguas: el espiritu ya no hablaría por mi sangre, por mi tierra o por mi raza -ahora hablaría por mi lengua materna, que por lo mismo serviría antes para identificarme que para comunicarme- Luego vino el fundamentalismo, más o menos ilustrado, del lenguaje en general: del anterior politeísmo de las lenguas pasábamos así al monoteísmo del lenguaje; de un lenguaje que, más allá de mitos y ritos, de prejuicios o convenciones, vendría a ser el "lugar natural" de la verdad, el vehículo y viático de la razón universal.
Yo creo que ambos fundamentalismos son tan ilusorios como peligrosos. De hecho, el lenguaje nos conecta ante todo con el territorio de nuestas pasiones, a las que trata más de dar la razón que a poner en ella. Es lo que apuntaba Rousseau en un Ensayo ... : "... pues si fueron nuestras necesidades las que generaron nuestros primeros gestos, fueron sólo nuestras pasiones las que nos arrancaron las primeras palabras".
Yo creo que es precisamente de ahí, de su sintonía con nuestras "bajas pasiones" (y no de su supuesta conexión con la razón o el espíritu), de donde provienen tanto las virtudes como los peligros del lenguaje en la política. Un lenguaje, es cierto, que nos permite llegar a acuerdos, pactar diferencias y negociar posiciones. Pero que tiene también la patológica capacidad de transformar los motivos del enfrentamiento en hipotéticas causas, y las causas en hipnóticas consignas; de elevar el enfado o el conflicto concreto a las peligrosas cimas de la "santa indignación" o del "honor de la patria ultrajada"; de autorizar la extinción masiva y abstracta de una clase entera de ultrajadores a los que no se conoce sino por su adjetivo gentilicio o nacional.
Las auténticas, las indiscutibles virtudes del lenguaje son muy otras -y de carácter más bien negativo- Se trata de su capacidad, si no de encarnar la verdad, al menos de neutralizar el error; si no de fundar acuerdos estables, al menos de estilizar, de sublimar las formas de agresión. Gracias al lenguaje, por ejemplo, la relación con los dioses pudo pasar de los sacrificios humanos y luego anima-. les a un sacrificio meramente simbólico como el de la misa; gracias a él, otro ejemplo, las relaciones competitivas y conflictivas entre los hombres mismos pudieron pasar de la pedrada a la palabra, de la calle al foro. Y así es, en efecto, como entendían el derecho los griegos en la época de Isócrates: como la continuación de la lucha por otros medios. En Atenas, el juez no era el oráculo de una justicia que estaba por encima de las partes, sino el mero árbitro de un conflicto transformado en logomaquia: en lucha de palabras entre los litigantes. Como el deporte, como la política misma, no se trataba sino de regular el agon o conflicto: de canalizarlo a un nivel simbólico, de estilizarlo dentro de un marco de cláusulas o reglas estipuladas.
Todo lo cual nos recuerda que las virtudes políticas del lenguaje tienen tanto o más que ver con su carácter formal y convencional que con su empleo analítico o racional. Pues si el uso retórico del lenguaje suple en un foro su riguroso uso lógico, en la vida social es la charla estereotipada o el palabreo insustancial (el hablar del tiempo, de lo malos que son los socialistas, de lo caro que está todo) lo que a menudo resulta más operativo que el pedante diálogo trascendental. Es sólo en estas formas menores y no enfáticas de la comunicación donde el cuerpo mismo del lenguaje adquiere toda la densidad y eficacia catártica de aquellas ceremonias con las que los pueblos primitivos tendieron a dirimir, pacíficamente, sus diferencias: insultos salmódicos (ké-ké), intercambio ritual de regalos (kula) o de roles (carnaval), destrucción litúrgica de bienes propios (potlach), contiendas de cortesía (yan), competencia burlesca (bozo-dogon), etcétera. ¿Y acaso se trata de una práctica muy distinta a éstas el how do you do-how do you do de los ingleses, que constituyó lo esencial de la conversación durante años entre Joyce y Beckett? ¿O el "qué tal estás, Juan?" ¿Y tú, Juan, qué tal estás?" con el que no dejaron de dialogar Onetti y Rulfo a lo largo de su vida? "Luego, él se sentaba con su coca-cola explica Onetti- y yo con mi whisky, y así nos pasábamos horas ( ... ) sin disfrazar ni omitir lo que pensábamos" (apd. R. Chao, Un posible Onetti. Ronsel, 1994).
El diálogo o la discusión intervienen, sin duda, en la solución de los conflictos, pero sólo cuando de algún modo vehiculan ya un acuerdo o convención anterior que es, y ha de seguir siendo, tácito. Y eso es algo que el lenguaje hace, no dice. Las reglas gramaticales son fijas y no se mencionan, pero son las que posibilitan el uso expresivo y creativo del lenguaje. De un modo análogo, el marco de convenciones constituido por la tradición, la civilidad y las buenas maneras es el que dota de eficacia tanto al debate cotidiano como a la representación escenográfica que de él se hace en el Parlamento.
Es la paradoja subrayada ya por Bertrand Russell, y que tiene en nuestro país mayor actualidad que en el suyo. La democracia vino a romper el absolutismo de la tradición, pero sólo es efectiva cuando deviene, ella misma, una tradición; cuando la democracia llega a ser un modus operandi espontáneo, ritual, inconsciente ya: algo usado más que mencionado. A nuestros políticos, en cambio, les oímos repetir sin descanso que si "en democracia" esto, que si "en democracia" aquello. O sea, que la mencionan. más que la usan. Mal asunto.
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