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Sondeos electorales

La inminencia del 28-M ha reabierto las discusiones sobre la fiabilidad técnica de los Sondeos y la manipulación partidista de sus resultados. Aunque las pifias en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas parecieron dar la razón a quienes recelan de las encuestas, el posterior acierto de los pronósticos que vaticinaron la victoria de Chirac en la segunda vuelta ha restablecido el honor perdido de la profesión demoscópica. En cualquier caso, la eventual condena de los encuestadores por chapuceros o por venales exigiría averiguar previamente si los errores involuntarios o los falseamientos intencionados cometidos por los muñidores al realizar los sondeos tienen sobre los votantes consecuencias inequívocamente previsibles.Porque la dirección de la influencia ejercida por las encuestas sobre la decisión final de los electores es una materia altamente debatida. La afirmación según la cual la difusión de los sondeos favorece exclusivamente a los candidatos pregonados como ganadores descansa sobre el supuesto implícito de que los votantes son unos redomados oportunistas dispuestos a acudir siempre en socorro del vencedor. Los sociólogos han bautizado fenómenos de este género como efecto Mateo; en su relato de la vida y milagros de Jesús de Nazareth, el publicano convertido en apóstol cierra la parábola del sembrador con una misteriosa moraleja: "Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará" (Mateo, 13, 12). Aplicado al ejercicio del sufragio, el efecto Mateo explicaría que los partidos vencedores en las encuestas reciban como regalo suplementario de las urnas las papeletas de los indecisos deseosos de subirse al carro del ganador. Según este modelo evangélico, el votante medio estaría inclinado a mudar de opinión en función del viento dominante y a coger en marcha el último tranvía que le permita compartir suerte con la mayoría.

Si el efecto Mateo tuviese validez universal, los institutos demoscópicos controlados por los partidos tendrían buenas razones para falsear los sondeos electorales y pronosticar su triunfo: como los aludes provocados por una bola de nieve, la fraudulenta profecía que proclamase el triunfo de un candidato amañado terminaría cumpliéndose a sí misma por el mero hecho de ser formulada. Otras hipótesis, sin embargo, explican de manera diferente las posibles repercusiones de los sondeos sobre las decisiones finales de cuerpo electoral. Cabría hablar, así, del efecto Lucas: tras anunciar el llanto y rechinar de dientes de los excluidos del Reino de Dios, el tercer sinóptico advierte que "hay últimos que serán primeros y hay primeros que serán últimos" (Lucas. 13, 30).El efecto Lucas permitiría concluir que la predicción demoscópica del triunfo de un partido pone en marcha contratendencias orientadas a disminuir o invertir su anunciada victoria. Así pues, los dos mensajes del Nuevo Testamento resultan contradictorios: si los móviles del efecto Mateo son los sentimientos arribistas y el gusto por compartir mesa y mantel con los ganadores, la compasión hacia los débiles y el temor a los fuertes sirven de acicate al efecto Lucas.

Los dieciocho años de competición democrática ante las urnas que se inciaron con la convocatoria de 1977 ofrecen ejemplos en favor de uno y otro evangelista. La operatividad del efecto Mateo fue visible en las elecciones de 1982: el 28-0 el PSOE navegó con el viento de cola de unos sondeos eufóricos mientras el partido del Gobierno naufragaba de manera patética. En cambio, las elecciones de 1993 constituyeron una manifestación del efecto Lucas: las encuestas que anunciaban una victoria del PP movilizaron a los indecisos y a los abstencionistas, algunos por piedad hacia el PSOE y otros por miedo a los populares. Visto el desacuerdo reinante entre los evangelistas, sólo un manipulador compulsivo se arriesgaría a falsificar unos sondeos que pueden beneficiarle tanto como perjudicarle.

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