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La política industrial

ANTONI SUBIRÁEl autor, consejero de Industria de la, Generalitat de Cataluña, enumera las alternativas para una politíca industrial que favorezca al sector privado. Los problemas sociales pueden aliviarse con un horizonte industrial que conduzca al crecimiento.

El Ministerio de Industria y Energía ha invitado al país a realizar una reflexión conjunta sobre el presente y el futuro de España como sociedad industrial y sobre la política industrial que. debe seguirse en el Estado Desde el Gobierno de la Generalitat de Cataluña hemos celebrado públicamente la apertura de este debate y ya hemos contribuido a él con un documento hecho público el pasado mes de marzo.Lo primero que cabría señalar es que la única política que se podría llamar industrial que ha habido en España en las últimas décadas ha descansado en tres grandes programas: la creación de un sector público industrial, la protección comercial y la reconversión. Sus raíces se hunden en el siglo XIX, y alcanza su apogeo en la posguerra y se prolonga hasta la actualidad. ¿Qué ha ocupado la mayor parte de las energís humanas y los presupuestos del MINER de los gobiernos democráticos? Sin duda los denodados esfuerzos por reflotar una industria moribunda, fundamentalmente de propiedad pública. Las políticas de reconversión y de protección pueden tener una justificación de tipo social, pero no conducen, normalmente, a una estructura industrial más sólida, sino más débil; la empresa pública podría haber sido un motor industrial -lo fue en otros países-, pero no lo ha sido aquí. Sin el INI, sin la autarquía y sin la protección comercial del franquismo, hoy España, tendría una industria mas competitiva.

Muy a menudo resulta más fácil denunciar errores que señalar el camino acertado. Seguramente, sucede lo mismo cuando se analiza la política industrial, dado que la que necesitamos no se compone de un conjunto brillante de medidas destinadas a corregir nuestros defectos estructurales, sino de una actitud que debe impregnar el conjunto de las políticas relacionadas con la economía: sin un marco laboral suficientemente flexible, las empresas industriales no pueden adaptarse a los vaivenes del mercado; sin una política educativa correcta, la industria no puede incorporar las innovaciones tecnológicas ni llevar a cabo su necesaria internacionalización; sin una fiscafidad adecuada, las fuertes inversiones industriales no pueden financiarse correctamente; sin unas infraestructuras potentes, no pueden, ser eficientes ni el transporte de productos, ni las comunicaciones, ni la manipulación de residuos.

No hay, por tanto, fórmulas mágicas. Hay que adoptar una actitud favorable a la inversión industrial y hay que mantenerla contra viento y marea durante mucho tiempo, puesto que el proceso de industrialización sólido es inevitablemente lento. Hay que resistir las tentaciones de tomar medidas más o menos populares á corto plazo pero que gravan la economía productiva y que acaban pagándose con creces, como la moratoria nuclear, la financiación de la mayor parte de las deficitarias explotaciones carboníferas, las tarifas telefónicas, etcétera.

He señalado las tres bases sobre las que considero que descansó una política industrial estéril: la empresa pública, la protección y la reconversión.

Creo que debemos proponemos facilitar la creación de una estructura industrial que descanse en, una tríada diferente: la innovación tecnológica, la calidad y la, internacionalización. Es lo que la globalización de la economía, nos impone. ¿Cómo seremos capaces de alcanzar esas tres metas? A menudo se tiene tendencia a pensar que sólo partiendo de grandes empresas podremos alcanzarlas y, sin embargo, el razonamiento inverso es el correcto. Las empresas grandes no tienen necesariamente mayor calidad, ni internacionalización, ni innovan más; pero una estructura industrial que tenga estas tres características creará a la larga grandes empresas. No se trata, pues, de facilitar las fusiones, ni de crear grandes empresas, sino de estimular la excelencia de la gestión. Se trata, en fin, de no confundir los efectos con las causas.

Mención especial merece la política macroeconómica. No debe haber concesiones a la inflación, puesto que la experiencia propia y ajena no puede ser más contundente sobre sus devastadores efectos a largo plazo y es de justicia señalar que si en algo han estado especialmente acertados los gobiernos democráticos ha sido en este punto, por más que nuestra inflación aún sea excesiva. No puede, decirse lo mismo, desgraciadamente, de la política fiscal. Lo que necesitamos, y mucho, es exactamente lo contrario de lo que hemos tenido: una política fiscal estable e inequívocamente favorable a la producción y a la inversión. Hace falta, pues, que el beneficio reinvertido sea premiado sobre el distribuido, que los balances puedan ser actualizados de tal manera que la amortización responda realmente al valor de la depreciación de los activos, que la empresa pueda pasar de padres a hijos sin generar más traumas que los inevitables...

Pero el problema que más preocupa hoy es el paro. Es cierto que la internacionalización y la automatización de las empresas generan paro a corto plazo y no hay duda de que una industria sana es capaz de mantener puestos de trabajo estables, aun en un entorno altamente competitivo. Sin embargo, haríamos bien en no establecer un silogismo que es falso y desgraciadamente frecuente: para reducir el paro necesitamos tener una industria eficiente y competitiva. Podemos tener una industria competitiva y, al mismo tiempo, una altísima tasa de paro (de hecho, esto es precisamente lo que tenemos) y, viceversa, podríamos tener una industria devastada por una guerra y toda la población laboral ocupada en su reconstrucción. El silogismo anterior es falso y su inverso es precisamente cierto: las condiciones favorables a una tasa de paro reducidas favorecerán también la existencia de una industria competitiva.

La reducción del paro depende únicamente de dos factores: del espíritu empresarial que tenga la sociedad, es decir, de la proporción de personas que estén dispuestas a crear puestos de trabajo, entre ellos él suyo propio, y de la regulación del mercado de trabajo, que incidirá sobre el número de puestos que cree cada empresario.El modelo autonómico exige un reparto de papeles entre la Administración central y las comunidades autónomas.

Al margen de lo que pueda concluirse después de análisis constitucionales preciosistas, creo que tanto la Constitución como el sentido común establecen dos grandes niveles: un primer nivel de ordenación básica correspondiente a la. Administración central y a la UE, y un segundo nivel de desarrollo de la legislación básica y de ejecución que corresponde a las comunidades autónomas.

En el documento que hemos hecho público establecemos los que consideramos que deben ser los objetivos que la Administración central debe conseguir para asegurar el futuro industrial:

1. La estabilidad monetaria.

2. Un régimen fiscal favorable de la inversión productiva a largo plazo.

3. La desregulación y la competencia de los. servicios básicos: desde las telecomunicaciones a los registros oficiales.

4. Una política energética que garantice los suministros en condiciones competitivas.

5. Una regulación laboral que reduzca el paro estructural a límites razonables.

6. Evitar que las empresas públicas continúen siendo una carga para los sectores productivos.

Dentro de este marco, corresponde a las comunidades autónomas desarrollar políticas que persigan la excelencia de la gestión empresarial -innovación, calidad e internacionalización- a través de la creación de infraestructuras genéricas y especializadas y del, desarrolló de aquellos programas que mejor se adapten a sus necesidades y a sus objetivos políticos.

La situación actual dista mucho de este esquema, y ello no sólo conduce a duplicaciones, sino que, mucho peor, distrae a la Administración central de los que deberían ser sus exclusivos objetivos.Antoni Subirá es consejero de Industria de la Generalitat de Cataluña.

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