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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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El fin de la impostura

Mario Vargas Llosa

El próximo 7 de mayo Francia elegirá al nuevo presidente de la República y terminarán así los 14 años del reinado de François Mitterrand. En una larga entrevista televisiva de fin de carrera con Bernard Pivot, el líder socialista se preguntaba, melancólicamente:"¿Qué se dirá de mi dentro de unos cuantos miles de años?". Quisiera adelantar una posible respuesta a esta, curiosidad.Se dirá, si termina por prevalecer la realidad histórica sobre la ficción y el mito -el conocimiento racional sobre el fetichismo mágico-político- que en estos casi tres lustros de dominio absoluto de la vida pública de su país que ejerció, una mediocridad intelectual sin ideas originales ni principios morales, pero, eso sí, consumado manipulador de la opinión pública y maestro en las artes de la disimulación, la intriga, el gesto, el volteretazo ideológico y el uso y abuso de las gentes para su provecho personal, consiguió obnubilar totalmente a una de las sociedades más cultas y de más rica tradición democrática del mundo y reinar sobre ella con ilimitado cinismo, dándose el lujo, incluso, al final de su vida, en un remate teatral de formidable. audacia, de hacerle saber lo cándida que había sido confiando tan perrunamente en quien a lo largo de su gestión la hizo comulgar con todas las ruedas de molino que quiso,.

Durante la campaña electoral de 1981, que lo llevó al poder al frente de una alianza de socialistas, radicales y comunistas , recibí una carta de un poeta francés, que recolectaba firmas para un manifiesto de intelectuales extranjeros a favor de Mitterrand. Lo llamé para explicarle que no lo podía firmar, porque, desde aquel famoso atentado del Observatorio, sobre el que yo había informado como periodista, tenía al señor Mitterrand por el prototipo del político inescrupuloso que es un veneno para la salud de una democracia. Y añadí que, la verdad, me sorprendía que todas las esperanzas p ara el cambio y la regeneración moral de la vida política en Francia (todavía daba coletazos el escándalo de los famosos diamantes que el emperador Bokassa regaló al entonces presidente Giscard d'Estaing) se cifraran en alguien que, pocos años atrás, había protagonizado una vergonzosa patraña para autopublicitarse.

Nadie se acuerda ya del atentado del Observatorio, en el que, en octubre de 1959, el automóvil Peugeot de François Mitterrand fue cosido a siete balazos por un enigmático asesino, que fracasó en su intento de liquidar a ese diputado de oposición. Cuando se descubrió que todo aquello había sido una farsa, montada por el mismo Mitterrand para subir sus bonos políticos, hubo un pequeño escándalo, que pronto fue olvidado. Y lo notable es que un episodio así, tan revelador de una psicología y una moral políticas reñidas con la transparencia y la decencia, no haya constituido el menor obstáculo para su ascenso al poder y su prolongada permanencia en él en medio de la admiración y el afecto beato de sus conciudadanos.

En verdad, en esta prestidigitación, abolir su pasado y reconstruirlo periódicamente, en función de sus intereses del presente, hay que reconocerle al presidente Mitterrand una destreza que roza la genialidad. Es sabido que todo hombre público, en Francia como en cualquier parte, es objeto de escrutinios minuciosos, y que nunca ,faltan críticos severos, adversarios enconados, o periodistas ávidos de primicias para sacar a la luz pública los pecados y pecadillos secretos de su biografía. Sin embargo, en su caso, a pesar de tener un formidable prontuario de sapos y culebras para explotar, nadie lo ha hecho, y cuando alguna denuncia sobre sus inconsecuencias pasadas trascendió, ella resbaló sin hacer mella en una opinión pública que, en lo que a él se refiere, siempre prefirió la amnesia o el estrabismo a tener que decepcionarse y reconocer la idolatría que le ha profesado.

Esto llegó a un extremo delirante con su colaboración con el régimen de Vichy, aliado de Hitler y, no lo olvidemos, cómplice del nazismo, entre otros horrendos crímenes, en el envío de judíos franceses a los campos de exterminio. Aunque no era un secreto, este feo asunto (sobre todo en las solapas de un líder 'socialista') no fue jamás un tema de abierto debate público hasta que el propio Mitterrand, en una especie de desplante te merario, parecido al del torero chulo que quiere medir las di mensiones de su poder sobre la fiera, decidió provocarlo, reconociendo el hecho en una entre vista por televisión, en la que admitió, también, su antigua amistad con el siniestro René Bousquet,jefe de la policía de Pétain, perseguidor y autor de crímenes contra . resistentes y judíos, y quien lo ayudó en su carrera política. La operación le salió redonda: en vez de hundir lo en el descrédito, esta confesión de haber engañado alegremente a los franceses a lo largo de medio siglo inventándose un pasado de resistente antifascista, mereció aprobadores comentarios de escribas y políticos que aplaudieron 'el coraje' y 'la sinceridad' del anciano estadista. Nadie se acuerda, tampoco, de que, en los dos primeros años de su gobierno, cuando puso en práctica la política populista de nacionalizaciones e intervencionismo estatal del "Programa común de la izquierda" Mitterrand estuvo a punto de arruinar una de las más florecientes economías europeas. Y, aunque no me lo crean, yo he escuchado a mitterrandistas convencidos explicar la catástrofe industrial y finan ciera de esos años en Francia como una astuta estrategia del presidente para, mediante esta prueba de fuego, desprestigiar a sus aliados, los comunistas, desprenderse de ellos y poder poner por fin en marcha, sin es torbos, sus designios social demócratas.

Naturalmente que yo no me trago semejante dislate, pero,por lo visto, muchos franceses sí. Lo que ha conseguido desprestigiar el presidente Mitterrand, en estos últimos 14 años en que Francia ha padecido con total benevolencia sus maquiavelismos, incongruencias y barrabasadas, ha sido algo más importante que sus antiguos aliados comunistas y que su propio Partido Socialista (el que tardará sin duda muchos años antes de volver a parecer presentable), sino a la democracia en sí, a las instituciones republicanas, y, en particular, a la Presidencia de la República, que han quedado todas ellas marcadas, gracias a él, con el signo indeleble de la demagogia y de la corrupción. Y, quizás, la más evidente prueba de ello sea la actual campaña electoral, una de las más tristes y huérfanas de ideas de que se tenga me moria, en un país donde, se diga lo que se diga, siempre hubo, hasta el inicio de la era Mitterrand, en la clase política, gen tes que escuchar y que respetar, no importa cuán cerca o lejos nos sintiéramos de lo que ellas defendían.

Pero, desde los tiempos de un Mendés France y un De Gaulle, para citar a dos adversarios cuya brillantez intelectual iba pareja con su integridad política, y que, cada uno a su manera, imbuían de dignidad a la función pública, al presente, parece haber corrido un siglo y la sociedad francesa haber sufrido una mutación ontológica. Ahora, los asuntos de actualidad política en Francia ya no tienen que ver casi con las ideas, ni con las reformas, ni con los modelos de la sociedad futura, sino exclusivamente con los temas que la gestión mitterrandista ha puesto en el centro de la actualidad: las malandanzas del protegido del Elíseo, el aventurero Bernard Tapie y los mil juicios que se le siguen, las viejas y las nuevas pillerías de los amigos del presidente que se descubren cada día, los pinchazos en, los teléfonos, los casos de prevaricación y los desaforados dispendios faraónicos en monumentos públicos en que se ha birlado billones de francos a los contribuyentes franceses para que el presidente Mitterrand dejase a las futuras generaciones un legado 'cultural' en cemento armado del tamaño de su vanidad.

En un testimonio conmovedor sobre la experiencia política de su generación en estos últimos 15 años, Mitterrand et nous, Daniel Rondeau, luego de hacer una helada disección de todo el vacío retórico y la inconmensurable concupiscencia que trajo al poder el hombre al que la izquierda, el centro y una parte de la derecha confiaron en 1981 la tarea de preparar a Francia para el siglo veintiuno, concluye que la verdadera herencia que deja _Mitterrand es la mediocrización generalizada de la vida política y cultural, y una apatía y cinismo sobre la función pública que la sociedad. francesa no había conocido hasta ahora. Y Jean-François Revel, en su espléndido ensayo sobre L'absolutisme inefficace, sintetiza de este modo los logros del jefe de Estado saliente: haber sabido conjugar "en un matrimonio desastroso y paradojal, el abuso de poder y la ineptitud para gobernar, la arbitrariedad y la Indecisión, la, omnipotencia y la impotencia ,la legitimidad democrática y la, violación de las leyes, la ceguera, creciente y la ilusión de la infalibilidad, el Estado republicano y el favoritismo monárquico, la universalidad de las atribuciones y la pobreza de los resultados, la duración y la ineficacia, el fracaso y la arrogancia, la impopularidad y la autocomplacencia".

Los cito a ambos para que, al menos, quede constancia de que no todos los intelectuales franceses cayeron bajo el hechizo paralizante que silenció o volvió cómplices a tantos otros de la gran impostura que ha vivido Francia en estos años, mientras un ilusionista de alto vuelo imitaba los grandes gestos y los sueños de grandeza de De Gaulle, y su ministro de Cultura pretendía emular los vuelos imaginativos de Malraux, sin darse cuenta de que, en verdad, mimaban una lastimosa caricatura. Afortunadamente hubo en Francia, también, intelectuales como Revel o Rondeau que nunca le rindieron culto ni se dejaron engañar por ese fraude viviente que comenzó su carrera política sirviendo al mariscal Pétain y la terminó abrazando a Fidel Castro.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1995. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1995.

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