Lo mejor de Aznar
Cuando se produce un atentado, aun afortunadamente fallido como ha sido el caso, el observador experimenta el movimiento reflejo de la adhesión que a veces está más justificada por el conocimiento que por la identidad o incluso la piedad. La imagen de un desconocido aún sufriente por la ceguera del golpe terrorista tiende a desvanecerse con mayor o menor prontitud. En el caso de un personaje público que guarda con sus conciudadanos una relación de, por lo menos, una relativa familiaridad existe la natural tendencia a comprender sus razones aunque de ellas se haya discrepado en el pasado.Incluso esa adhesión el espectador la siente también respecto a la propia clase política en su totalidad. Quien sufre en sus carnes el atentado al menos se libra de esa exigencia absurda de la declaración inmediata a la prensa. La onda expansiva de la bomba no sólo desgarra cuerpos sino que convierte en grotescos peleles a los portavoces de las agrupaciones políticas condenados a pronunciar palabras sin sentido. Debería renunciarse definitivamente a hacer declaraciones en ocasiones como éstas en que la explotación partidista se convierte en radicalmente mezquina y la simple expresión de sentimientos suena hueca por una mezcla entre la sorpresa y la incapacidad de reacción.
Se tendría también que renunciar, a continuación, al insulto, al análisis o a la previsión de futuro. El vil deporte de asesinar no tiene ni novedad, ni previsivilidad, ni es susceptible de futurologías. El evangelio de Caín en que se basan los. terroristas no es más que la ideología de Roberto Alcázar y Pedrín con esotéricas pretensiones científicas que sirven para cubrir elementalidades tales como la acción por la acción o la inmensa facilidad para matar de que dispone en la actualidad un grupúsculo sin otro mérito que la decisión.
Lo único que tiene sentido en un momento como éste es procurar remitirse a otros terrenos y así se va a intentar en las líneas que siguen. El tono de la vida pública española está desde hace meses sobrecargado de excitación y de disenso. La verdad es que hay motivos aparentes para ambos. Nadie a la altura de 1977 hubiera podido ni siquiera imaginar que estábamos condenados a presenciar espectáculos como los de los últimos meses. No es necesario insistir en ello porque bastante obvio resulta.
Pero, aun así, nada justifica hasta dónde ha llegado esta exasperación. Su verdadera naturaleza, entre perversa e irracional, se aprecia en un momento como el presente en el que se descubre que el único resultado que puede obtener un atentado es su multiplicáción exponencial hacia la histeria. No hace falta repetir, una vez más, que el terrorismo nunca podrá derribar a un gobierno democrático y que su poder reside en la espiral reactiva que provoca. Pues bien, habría que intentar una actitud por completo contraria a lo que los terroristas pretenden. Un atentado también puede tener la virtud de desnudar la realidad política de todo su acompañamiento barroco y demenciado y permitir observarla con la serenidad y gravedad que merece.
Estábamos empezando a oír demasiadas estupideces en el comienzo de la campaña electoral. En el mismo quinto aniversario del acceso de Aznar a la presidencia del PP se han dicho o escrito desmesuras, tan improbables como que suponía un peligro de involución o que, sin él, España estaría entre el golpismo y la República. Todo eso, que constituye, de paso, un insulto a los españoles como colectividad, se convierte en palabras vacías si nos tomamos de verdad en serio en qué consiste nuestra realidad presente. Ni siquiera en el peor de los casos de la desaparición de un líder -Dios quiera que nunca se produzca- se plantearían alternativas como las indicadas. Estamos, a diferencia de lo que. sucedía en 1976 o 1977, instalados en la normalidad democrática y la mejor prueba de ello es que, a pesar de la avalancha de suciedad en que vivimos, seres en principio anónimos que ejercen como forenses, policías, jueces y periodistas aplican de forma espontánea los principios del Estado de Derecha. Eso quita definitivamente la justificación al exceso de exasperación y de disenso.
Precisamente lo mejor de Aznar reside en que en momentos cruciales ha sabido enfriar excitaciones. Lo hizo tras las elecciones generales pasadas (y luego no supo o quiso permanecer en la misma actitud). Lo ha hecho en el momento del asesinato de Ordóñez y quizá esa actitud de fondo le abra el camino definitivo hacia Presidencia.
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