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Reportaje:

Trópico de Madrid

El arquitecto Rafael Moneo vislumbró un gigantesco invernadero en el gran hangar de la estación del Mediodía, despojado de sus atributos ferroviarios, y así nació, a los acordes triunfales de las fanfarrias del 92,, este insólito jardín tropical, esta primorosa jaula del AVE, vertiginoso y emblemático pájaro de acero que vuela a ras de tierra entre Madrid y Sevilla. Demasiada jaula para un solo bicho, se quejaron algunos usuarios de cercanías, obligados al hacinamiento de la estación contigua. Pero el exotismo del nuevo enclave, su húmedo microclima, propiciado por numerosas fuentes de agua pulverizada, su extemporánea y brumosa selva, fueron sobrados alicientes para que la. antigua estación, la primera de Madrid, de la que salió en febrero de 1851 el primer ferrocarril, Madrid-Aranjuez-, se convirtiera en algo más que sala de espera privilegiada para los usuarios del AVE-.Los viajeros de alta velocidad son minoría en este espacio multiusos, si hemos de juzgar por el número de los que portan equipajes. Este animado grupo de pensionistas, que toman sus precauciones para descender por la rampas mecánicas, no va a tomar ningún tren, sino a sentarse en los bancos que cobijan las esbeltas palmeras y otras especies tropicales, a gozar de la perenne sombra y de la cálida atmósfera que, como comenta uno de los veteranos exploradores del grupo, debe sentar muy bien a los bronquios.

El artista Eduardo úrculo dejó su equipaje en consigna permanente en la estación. Sobre una plataforma, sus maletas, su paraguas y su inevitable sombrero se han fundido en bronce y transformado en emblemático monumento al viajero, monumento accesible y familiar sobre el que trepan los niños y que despierta ocasionales polémicas artísticas entre los viandantes. Del otro lado del bosque se vislumbran los pabellones coloniales de Samarkanda, restaurante y cafetería que aporta un toque oriental y anglófilo al populoso hangar de la estación. En los dos extremos de la nave abren sus puertas los comercios. Junto a los andenes están las clásicas tiendas para viajeros, libros, periódicos, tabaco, bocadillos y chocolatinas. Bajo los pabellones de Samarkanda está brotando un pequeño centro comercial que cuenta con librería, heladería, juguetería, una armería que expone en sus escaparates un aberrante surtido de pistolones de gas y aire comprimido y un exótico local, Tununtunumba, dedicado a la música étnica y a los instrumentos musicales autóctonos.

Ajenas a la luz de las farolas que alumbran el bosque tropical, ajenas al mundo, se aman a su aire las parejas sobre los bancos corridos de piedra, resguardados por las frondas. Los jubilados y los ociosos se ubican preferentemente en las mesas de la cafetería de la entrada y en los bancos de su entorno, miradores privilegiados- para observar el trasiego de entradas y salidas de la estación. Para entretener la espera, en la primera planta se exponen los cuadros de una muestra pictórica dedicada al ferrocarril, acuarelas humeantes de máquinas de vapor, óleos hiperrealistas de pasos a nivel y vías muertas, y composiciones seudoabstractas que dejan entrever algún rango ferroviario para atenerse a los objetivos de la exposición.

La estación de Atocha o del Mediodía, tras su ingeniosa reconversión, apenas conserva vestigios de su pasado histórico. Sólo la negra y férrea carcasa exterior que protegen enlutadas esfinges y los muros de ladrillo guardan memoria de los hitos y de los ritos que tuvieron lugar bajo su amparo. La primitiva estación de 1851 tuvo una fugacísima existencia, pues, recién inaugurada, fue presa de un devastador incendio. El hangar actual data de 1876 y fue testigo de importantes acontecimientos históricos, como la partida y el regreso de las tropas de la guerra de África, o el recibimiento tributado al fugaz monarca de importación Amadeo de Saboya.

La glorieta de Atocha o del Emperador Carlos V sigue siendo la puerta sur de Madrid, aunque la primitiva estación se destinaba a los trayectos, de Zaragoza y Alicante. La glorieta de Atocha tuvo primero puerta fernandina y de poco mérito, luego fuente y más tarde scalextric. Hoy ha recuperado sus amplias perspectivas, pero no ha perdido su carácter de baptisterio urbano donde reciben su bautismo de asfalto capitalino los catecúmenos viajeros. Ya no se ven tantas boinas como antaño, ni personajes como el que interpretó el rústico Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, atrapado en el centro de la plaza, hostigado por el tráfico con su cargamento de gallinas vivas y productos del campo, ese campo que empieza donde termina este Madrid que no acaba nunca.

La nueva estación es. ejemplar contrapunto de la antigua, ese lugar donde los madrileños de hace un siglo asistieron al nacimiento del ferrocarril.

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Más silencioso, raudo devorador de espacios, el aerodinámico reptil del tren de alta velocidad lleva y trae de Madrid a Sevilla y viceversa su cargamento de ejecutivos con teléfono portátil, turistas atraídos por los encantos de Andalucía, que está ahora a la vuelta de la' esquina, y viajeros intrépidos que quieren probar las cantadas delicias del vertiginoso pájaro. Todos confluyen en la rotonda de Atocha para asomarse o despedirse de Madrid. Atocha y sus alrededores, con el eje Reina Soria, Prado y Thyssen, han recuperado la animación y el, bullicio de pasadas épocas, su carácter de pórtico natural de la villa y corte, ciudad alegre y desconfiada, urbe voraz y asfixiada de humos que ofrece su aspecto más amable en la embocadura del paseo del Prado, junto a las tapias del Botánico y al mercado de libros de la cuesta de Moyano.

En el rincón tropical de la estación, en el invernadero de Rafael Moneo, los recién llegados entran en Madrid por un paisaje virtual y cinematográfico, se introducen en una escenografía a medio camino entre el futurismo de Blade Runner y las evocaciones del Orient Express. El toque de ciencia-ficción es, sin embargo, desmentido a conciencia por esos alegres pensionistas que se llevan el bocadillo para pasar la tarde a la orilla del tren.

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