De los nervios
Tuve que despachar unas diligencias burocráticas en cierto departamento donde se conceden, controlan, renuevan o liquidan un modesto tipo de pensiones, de los sujetos de la tercera edad. El amplio plazo para cumplimentar el trámite, por correo, se había cumplido fechas antes. Provisto de los certificados complementarios -y gratuitos-, llegué a la oficina con sentimiento de difusa culpabilidad, casi al toque de las campanas del mediodía (si es que alguien se ocupa de que volteen) dispuesto a presentar los papeles y mascullar alguna disculpa por la injustificable demora.Abarrotado. En cinco o seis filas de asientos de plástico aguardaban casi un centenar de personas. Para descartar problemas, cueles y discusiones, se ha implantado el sistema de los supermercados y algunas reposterías finas: el número de orden que, cuando llega al 100, reanuda el conteo. Me correspondió arrancar el 78, con escasas posibilidades de ser atendido antes de las 14 horas, fin de la jornada hábil. Otra cita, mal concertada, planteaba la certidumbre de perder aquella mañana imprevisible.
Observé discretamente el panorama, el ritmo me dio de atención entre los parroquianos consecutivos; lo más acertado era regresar al siguiente día, mucho más temprano y sin compromisos ulteriores. Había cinco mesas, aisladas por sendas mamparas; dos empleados de distinto sexo se ocupaban de los pensionistas y el tercero de un nuevo tipo de ciudadános, bajo la denominación de "objetores". Por su rareza, sin necesidad de esperar turno. Era funcionaria, la experta en los que no deseaban ser mozos, y se adivinaba, en su corpulenta y afable humanidad, que en ella encontrarían la guía, orientación, ánimo y con descendencia que jamás hubiera hallado en ninguna Caja de Reclutas.
Juzgué, con temeridad, muy errónea la distribución burocrática y psicológica, al ubicar el apenas visitado escritorio junto a la muchedumbre que apiñaba a docenas de contribuyentes pasivos, en la espera de que su número apareciese en el cronígrafo luminoso. El varón masticaba chicle sin descanso; pronto verifiqué lo muy acertado de dar tarea a las mandíbulas y, al tiempo, ejercer el autocontrol preciso para reiterar las mismas instrucciones y remediar idéntica omisión en los sencillos formularios.Los postulantes, como cabe esperar, eran personas mayores, con predominio de las señoras, porcentaje coherente en una comunidad donde aún predominan las viudas. Frecuentes parejas contemporáneas, con el aire indolente de quienes ya se han dicho todo en esta vida. Y algunos jóvenes, comisionados para gestionar el subsidio de los abuelos. Algo parecía común: casi ninguno aportaba los documentos correctamente resueltos, por omisión o negligencia, subsanada por los animosos representantes de la Administración, con singular paciencia y, desde un punto de vista crítico e insolidario, en detrimento del tiempo que los demás perdían. Salvo rara excepción, todos conservábamos la compostura y la mansedumbre del español, que comparece ante la taquilla, más allá de la prescripción de su derecho.Curioso el recurrente comportamiento del jubilado, que llega tarde a todas partes, precisamente cuando, dispone de más tiempo. Son la desesperación de los bancarios, cuando les aperciben, tres minutos apenas antes de cerrar caja, para cobrar la pensión y le dan veinte vueltas a la cartilla. Lo achaco a la pérdida de los condicionamientos que la vida activa les impuso; del apremio en el horario propio, y el ajeno que, al desaparecer, conduce a desinteresar se por la puntualidad. Resolví volver y me corres pondió el número 49 de la segunda tanda.
Por lo, pronto, el personal era otro. No estaba el joven masticador de chicle, sustituido por una compañera. La otra, asimismo diferente, con gafas de clara montura y cabello rubio, de apariencia natural. Sin cambio en la última; allí seguía la robusta confidente de los objetores, concentrando sus desvelos entre el teléfono y el ordenador.
Durante aquellas casi tres horas, puedo jurar y declarar donde fuera menester, que las asistencias fueron ininterrumpidas. Nada de bocadillo (quizá hubiera sido despachado antes de mi incorporación), ni siquiera una fugaz. visita a los lavabos. Al no ser los, mismos que la víspera, he pareado su funció con la de los pilotos de las líneas aéreas, a quienes está prohibida una prolongada presencia en la cabina de mandos y les vienen impuestos descansos intermitentes y obligatorios periodos de actividad absoluta. ¡Eso era!
La tensión acumulada a lo largo de cada mañana desaconseja la tarea continua, simple presunción corroborada cuando me llegó la vez: la funcionaria rubial, animosamente fatigada, comprobó la clara omisión de la "fe de vida" requerida. Propuse dar unos cuantos saltos, con el DNI entre los dientes, para que pudiera certificarla, lo que admitió con notable buen criterio. Indagué y me dijo: "Somos 12 inspectores y libramos alternativamente, por disposición específica en el desempeño de esta tarea".
Lo comprendí, sin dificultad. No hay ser humano de constitución física, mental y psicológica, su ficientemente desarrollada para sobrellevar, con gentileza, competencia y dominio de sí mismos el trato con nosotros, los viejos. No hay nervios que lo resistan.
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