Las puertas del cielo
El Madrid acaricia el título tras derrotar con facilidad al Atlético en un 'derby' que no existió
El derby que no existió. Todas las expectativas del gran clásico madrileño se terminaron en el minuto cinco. Después el partido giró en una dirección de forma irremisible. Se vio entonces la aparatosa diferencia que separa a un equipo lleno de salud y a otro abatido, casi moribundo. Cuando el Real Madrid puso cloroformo al encuentro, y eso ocurrió para neutralizar el arranque efervescente del Atlético, el resultado se avisó en el Manzanares: ganaría el Madrid con una facilidad escandalosa.La victoria coloca a los madridistas en el umbral del título. Tiempo atrás esta circunstancia provocaba un síndrome de inseguridad que se pagó en dos ocasiones inolvidables. Esta vez el equipo tiene el paso firme. Ha pasado la crisis de marzo y ha vuelto a recuperar las convicciones que le impulsaron en la primera vuelta de la Liga. Regresó la paciencia y la academia, el fútbol tranquilo que distrae y engaña a sus rivales. Vean el primer gol del Madrid. No pasaba nada en el campo, una jugada morosa que insinuaba cualquier cosa menos el gol. Tac, tac, la pelota iba y venía, con la gente medio hipnotizada por el paciente ejercicio de los centrocampistas del Madrid. Y de repente, el fogonazo. La jugada se cargó de electricidad y gol, los pases se hicieron instantáneos y perfectos. Comenzó en Redondo y terminó en Zamorano, pero en medio aparecieron Martín Vázquez, Luis Enrique y Laudrup, cada uno con una pared, un regate y un engaño. Y todo en un instante. Una jugada más dedicada a los televidentes que a los espectadores, tan sorprendidos por la velocidad y la precisión de los pases como los defensores del Atlético.
El espumoso comienzo del Atlético tuvo un carácter sorprendente. Enganchó tres jugadas por la derecha, todas con el mismo dibujo: la progresión por detrás de Lasa y el pase retrasado al corazón del área. Entre unas cosas y otras el Madrid salió indemne del arreón rojiblanco. Se produjo entonces el convenio madridista: la pelota al suelo, el toque continuo y el juego en propiedad. Desde ese momento, el Atlético comenzó a ver el partido cada vez más lejos, con la sensación humillante del desterrado.
El ajuste del Madrid se produjo de forma lenta, pero apreciable. Comenzó con la aparición autoritaria de Sanchis y Hierro, que bordaron sus papeles. Hierro tuvo el aspecto imperial de los grandes centrales. Ayudado por su extraordinaria presencia física, su figura alcanzó un carácter dominante, casi intimidatorio. Sus intervenciones proyectaban una sensación absoluta de poder. Medía los tiempos y los engaños con la facilidad de los centrales legendarios. Nombren a cualquiera: Hierro está en esa clase.
La apuesta de Sanchis es de otra clase, pero igual de fascinante. Donde Hierro domina, Sanchis burla. Ha convertido su actividad defensiva en un juego. Es decir, ha convertido el fútbol en lo que es. Su espectacular noche obliga a preguntarse por los designios que provocan su ausencia en la selección. Cualquiera que sean sus diferencias con Javier Clemente, no pueden impedir el veto a un futbolista excepcional, lleno de habilidad defensiva, manejo y grandeza.
El siguiente eslabón fue Redondo. Sin realizar el partido perfecto, su reinado en el centro del campo fue indiscutible. Redondo entendió la trascendencia del encuentro y volvió a demostrar que se encuentra más cómodo en los grandes acontecimientos, si es posible con el público en armas contra él. Cuando Redondo encontró las pausas, el Madrid comenzó a armarse con el balón. El Atlético no tenía salida a sus problemas. Su derrota se advirtió muy pronto. Cuando el Madrid enhebré aquel fogonazo de regates y paredes en el minuto 30, el Atlético se quedó sin esperanzas, con la certeza de su derrota y la proximidad cada vez más evidente del desastre.
La única interrogante que abrió el Madrid fue su falta de contundencia para llevarse la victoria con rapidez. Aunque en estado comatoso, el Atlético confió su fortuna a algún rechace o error defensivo del Madrid. Hubiera continuado el camino que iniciaron el Racing y el Compostela. Sin embargo, el Madrid tuvo el aire de firmeza que le había faltado en las dos salidas anteriores. La entrada de Milla por Laudrup fue un aviso para navegantes. El Madrid no quería concesiones con la pelota.
En la maquinaria general, hubo otro futbolista que tuvo una noche relevante. Fue Martín Vázquez. Este jugador, tantas veces sometido al ojo crítico, funcionó con la inteligencia y el sacrificio de sus mejores días, cuando su nombre se anunciaba entre los mejores de Europa. Después de su decepcionante actuación ante el Zaragoza, sacó su mejor repertorio, en ese extraño viaje entre la soledad y la gloria que marca la carrera del centrocampista del Madrid.
Cualquier posibilidad del Atlético quedó cerrada con el segundo gol, un tiro de Zamorano en el saque de una falta. La acción, que Redondo practicaba habitualmente en el Tenerife, fue muy celebrada por Zamorano, loco por marcar en una jugada de esta clase. El gol sentenció la autoridad del Madrid y manifestó algo que se intuyó muy pronto: el derby no existió.
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