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Papá, eso no se hace

Por fin nos hemos dado cuenta. Ha costado, porque las grandes revelaciones no surgen de repente, sino después de muchos intentos de diversa índole, experimentos más o menos rocambolescos y en ciertos casos extremos, alguna que otra velita al santo de turno, siempre que la autoridad lo permita. Pero ha merecido la pena. Han sido años frustrantes, empeñados en lograr un imposible. Pero al final surge la luz, lo que confirma, una vez más, que Dios, o en su defecto la divinidad que cada uno quiera, que para eso vivimos en un país libre, aprieta pero no ahoga.El Ayuntamiento de Madrid, ilustrísimo según su denominación de origen, ha tenido un sonoro acierto en su última campana para conseguir algo realmente complicado: evitar que Madrid siga convirtiéndose progresivamente, si aún no lo es, en un estercolero. La idea ha llegado en un buen momento, pues estábamos empezando a aburrirnos de la polémica sobre si los armatostes (llamados elegantemente mobiliario urbano) colocados por toda la ciudad son o no son bonitos, son o no son útiles, son o no son un instrumento publicitario para los actuales mandatarios (por cierto, resulta, increíble cómo se puede llegar a negar la evidencia, aunque sea del tamaño de El Escorial): El eslogan de la susodicha campana es simple y directo, como mandan los cánones publicitarios: "Papá, eso no se hace".

La frase, simple como un ocho, esconde una declaración de principios más que tajante, una condena sin posibilidad de recurso ante instancias superiores, una conclusión definitiva: los mayores no tenemos remedio. Nos han dejado por imposibles. Es inútil intentarlo con nosotros. Han decidido acabar con el despilfarro de dinero que supone, tratar de concienciarnos y convencernos que no podemos seguir siendo tan guarros. Han pasado a la historia aquello de Mantenga limpia su ciudad, Madrid es de todos o Como tires un papel al suelo, te la cargas. Finito. Como dice la canción, sólo queda la esperanza, y esta esperanza reside única y exclusivamente en los niños.

En sus manos, por ahora sólo manchadas por tierra, barro y cosas de niños, los prebostes capitalinos depositan el futuro de Madrid. A partir de ahora, la responsabilidad ha pasado de los grandes a los pequeños. Si alguien. aprovecha la parada en un. semáforo para vaciar su cenicero, cosa tan asquerosa como sorprendentemente habitual, a partir de ahora deberemos pedir explicaciones a los hijos del infractor, pues en ellos hemos confiado la educación de sus padres, lo que les hace responsables del comportamiento de sus progenitores. Esto es extensible, por poner un ejemplo, a las cagarrutas de perro, auténtica plaga de fin de siglo y más acusada en Madrid que en ninguna otra ciudad, supongo que porque los perros madrileños van más sueltos de vientre que los de otros lugares.

Hay que aplaudir esta iniciativa, aunque para ello debamos reconocer nuestro fracaso como ciudadanos. No hemos sabido mantener Madrid limpio, él gigantismo y todo lo que ello lleva consigo ha sido excesivo para nuestra capacidad de adaptación a las exigencias de una ciudad cada día más grande y complicada.

Además ya es tarde para recibir una educación cívica profunda y convincente, por lo que resulta inútil seguir esperando que por arte de magia, casi como llovido del cielo, nos llegue el convencimiento que, siendo tan marranos como hasta ahora, a acabaremos sepultados entre colillas, cagadas de perro o bolsas de basura rotas.

Los responsables de la campaña Papá, eso no se hace lo han entendido. Es hora de otorgar el mando de las operaciones a las nuevas generaciones. Esas que están creciendo sabiendo que existe una capa de ozono que parece un colador, que cada vez quedan menos bosques, que los océanos se están convirtiendo en enormes basureros, que existe algo que se llama contaminación y otra cosa que se denomina reciclaje. Además, quién mejor que ellos, que han soportado durante unos cuántos años la mítica frase "¡Niño, que eso no se hace!", para darle la vuelta a la tortilla. Yo, qué quieren que les diga, desde que vi los anuncios duermo más tranquilo. Cuestión de confianza en nuestros descendientes, supongo.

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