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Tribuna
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El insulto rentable

El insulto es planta de hoja perenne en el invernadero de la actividad política, pero, cuando se acercan elecciones, adquiere singular frondosidad. Todos lo sabemos, y ya mucha gente descuenta lo que se dice para formarse un juicio; digamos que desestacionaliza (con perdón) la agudización de esta situación endémica (al menos, dentro del invernadero).Lo que me hace cavilar es que, si el insulto (el insulto descalificador, expresión del sumo desprecio, no confundir con la acusación, aunque suelen combinarse) prolifera en época electoral, no es porque el insultador pierde los estribos más que en otra estación, a la manera en que la primavera la sangre altera, pues si muchos insultos son de respuesta, es porque ha habido otros de ida, espontáneos, no provocados, sino que el insultador actúa así como consecuencia de decisión estratégica, es decir, como decantación de un razonamiento político según el cual la siembra de insultos se conecta con la cosecha de votos; o, dicho de otro modo, muchos políticos insultan más en época electoral no porque estén más enfadados, sino porque piensan que en la llamada batalla de los comicios es un arma adecuada para ganar, para tener más votos.

Y este presunto razonamiento me preocupa, porque parte del supuesto (no sé si intuido o corroborado por la oportuna encuesta) de que, para el votante, el insulto es un arma o señuelo capaz de captar su mente y encaminar su voluntad hacia el voto apetecido por el insultador, de manera que en este caso el que siembra vientos no recoge tempestades, sino apoyo y respaldo democrático.

Pero el insulto es un arma sustitutiva del razonamiento, o mejor, es la última expresión del razonamiento ad hóminem pues, de tomarse en su sentido gramatical, conduce al total aplastamiento del adversario, a su anulación, a su supresión política; porque ¿qué más se puede decir de un adversario al que se ha calificado, por ejemplo no meramente académico, de cerdo? Es tanto como tratar de eliminarlo de la contienda, pues es sabido que ni los cerdos tienen legitimación electoral pasiva ni a nadie le gusta estar representado o gobernado por un cerdo.

Es decir, en cuanto el insulto tiene un argumento de éxito, su efecto es totalmente destructor, es un arma definitiva, aniquiladora, totalitaria. El insulto pertenece, en la discusión, al mundo de lo absoluto, no al de lo relativo, que es la esencia misma- de la democracia en libertad. Cuando Quevedo llama a Góngora bujarrón y judío, la discrepancia sobre los cultismos, la oscuridad y el hipérbaton queda sustituida por la batalla con afán destructor, ya que cualquiera de las circunstancias podía producir, en la época, no ya un descrédito aniquilador, sino la aniquilación misma, previo el correspondiente trámite inquisitorial. Y Quevedo era un excelso poeta, un envidiable escritor, y muchas cosas más, pero no un modelo de candidato electoral en una democracia liberal, o socioliberal.

El insulto, aunque se emplea en una contienda propia de la democracia en libertad, es instrumento esencialmente antidemocrático, porque, en su raíz, niega la esencia misma de esta clase de democracia, que se fundamenta en el relativismo de las opiniones y en el respeto de las personas, ninguna de las cuales (salvo los casos de interdicción legal) está excluida de la cualidad de elector o de elegible; ninguna de las cuales, por tanto, es merecedora de la descalificación total que el insulto busca. El insulto concierta con lo dogmático absoluto, y es producto propio de fascismo, estalinismo y distintas suertes de integrismos. Y, en la medida en que se usa en una democracia en libertad, tiende a ser deseducador en hábitos de convivencia democrática, y, para tener éxito, hace apelación a lo que de menos democrático pueden tener los posibles votantes, a su cerrilismo ideológico, a su resentimiento o a su miedo irracional, no a su razón ni a su interés.

El insulto es una realidad social que puede tener hasta su redención por la estética, o por el sentido del humor, sobre todo cuando es una pieza ya sin efectos, cuando es historia; pero no como instrumento político, pues es un arma que pretende ser absoluta, la solución final mediante la destrucción del otro; es un instrumento impropio para alcanzar un poder que no sea absoluto, como lo es el democrático. No se puede ganar la batalla política "a cualquier precio" ni con cualquier arma. Eso es, por ejemplo, fascismo. Al menos, yo he visto y oído mucho insulto como antecedente y consiguiente de sangre y tiranía, en este siglo XX de enfrentamientos absolutos; y, qué quieren ustedes, me da asco.

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