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Nowruz en Madrid

Los adolescentes madrileños reciben la primavera con un picor en el corazón, un fogonazo en la mirada y un acertijo por resolver: ¿conseguirá la atmósfera vencer la pugna consigo misma por llegar a ser transparente y límpida? Una suerte de víspera de alegría se instala en su pecho, para zozobrarles luego en bullicio o travesura, mientras se desata su ingenio a igual velocidad que sus cutis se cubren de erupciones. En los jóvenes, el picor mozalbete deviene ardor, el brillo relumbra en destello y la fronda de la atmósfera consigo y con la niebla alcanza el rango de un combate grandioso entre la naturaleza y la muerte. Es un trastorno cósmico que la gente madura conoce, pero calla, regalando una sonrisa silenciosa a los excesos que el desbordar de la vida acarrea en primavera. Un torrente que late lo arrasa todo, mientras la luna hace estragos entre los cuerdos y, también, en los que no lo están. Víspera de la primavera fue el carnaval, carro naval a la deriva que surca enmascarado los canales de la identidad, rígidos y ensombrecidos por la agonía del invierno. Pero en Madrid la primavera es una fiesta privada, casi íntima.

Bajo nuestro techo, sin embargo, conviven comunidades inmigrantes que saludan abiertamente a la primavera con una fiesta cargada de colores, deleites y aromas. Es el caso de los iraníes y los kurdos, miles de los cuales habitan en nuestra ciudad. Hay entre ellos ricos vendedores de alfombras, mercaderes de pistachos e importadores de caviar; empleados laboriosos, amas de casa, obreras, ancianos, refugiados políticos, también estudiantes hezbollais que se reclaman seguidores del shiísmo duodecimano de la República Islámica, amén de algún facineroso dedicado a comercios innombrables.

Las familias de casi todos ellos, veinte días antes de reventar la primavera, colocan en un recipiente granos de trigo o lentejas y esperan su germinación en hilos de césped verdísimo que, envueltos en una cinta, presidirán la cena que festejará la llegada de la estación. Ellos denominan Nowruz a esta fiesta, que preside el día de su año nuevo. En este año, el que hace el 1374 en su calendario solar, el Nowruz sobrevino a las 15 horas, 13 minutos y 54 segundos del reciente 21 de marzo,

El martes anterior a esa jornada, centenares de ellos limpiaron a fondo sus viviendas de barrios elegantes o humildes, sacudieron sus alfombras y pusieron mentalmente orden en sus vidas, para acopiar luego en montones ramajos y enseres viejos procedentes de sus trasteros, ambarí, con los que hicieron en la calle piras de reducidas dimensiones. Esta tradición se llama Janetekani. Después, los más jóvenes, chicos y chicas, saltaron sobre el fuego, en una evocación simultánea casi con las fallas valencianas, curiosa coincidencia en el tiempo de unas hogueras con otras.

En la noche de Nowruz, las familias iraníes que viven en Madrid se sentaron a las mesas de los más veteranos de sus clanes para asistir a la cena más importante del año. Todos acudieron con vestidos de estreno, de colores vivaces en las damas, con atuendos elegantes los hombres. Sobre sus mejores manteles posaron siete objetos cuyos nombres en persa han de comenzar necesariamente por la letra S: trigo, sabzé; manzanas, sib; monedas relucientes y nuevas, seké; dulce de pulpa arenosa, parecido al dátil, senlled, ajo, sir; almendras, samanú, y azucenas, sambol. La mesa, en la que, se colocan huevos pintados de plata y purpurina, albergaba también un espejo y un libro con los Divané, la compilación de los mejores poemas del gran poeta persa Hafez. Algunas familias sustituyen a Hafez por un Corán. Asimismo, sobre el elegante tapete hay siempre una pecera con dos pececitos rojos.

Todos los objetos poseen significado hondo en la tradición persa y zoroastriana, esa religión arcaica donde la luz y el fuego desempeñan el papel central en el alumbramiento de la Tierra, recogido en el Avestá, su libro sagrado. En sus páginas se explica que el globo terráqueo gira sobre uno de los cuernos de un toro, animal que los indoiraníes sacralizan. Sobre el otro cuerno de la res se sitúa un pez, mahi, que evoca al mar, fuente también de vida.

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Tras la cena, los comensales intercambiaron besos, abrazos y regalos, desde los mayores en edad hacia los menores. Los ancianos, por ello, apenas recibieron presentes, siendo los niños los protagonistas más gratificados de la fiesta del Nowruz. Los adultos abrirán luego al azar el libro de Hafez, por una página cualquiera, y leerán un poema que será transformado en presagio por un intérprete. El contenido del poema presidirá durante un año la vida de todo aquel que abre las páginas del Divané para buscar su destino.

Si los madrileños ven, 13 días después del comienzo de la primavera, a gentes de tez y ojos oscuros junto a un río campestre de la Comunidad de Madrid, han de saber que realizan una ceremonia dedicada a conjurar, en el campo, la eventualidad de un terremoto, de esos que estremecen recurrentemente el suelo de Persia. Los solteros y las solteras anudarán dos ramitas del fruto germinado, sabzé, y las lanzarán a la corriente. Si el nudo se suelta, su lanzador contraerá matrimonio en ese año que ahora estrenan.

Penumbra y Tulipán son los nombres de dos jóvenes teheraníes que viven desde su adolescencia en Madrid. Tras narrar dulcemente la fiesta del Nowruz, reconocen que el picor en el corazón, el fogonazo en la mirada y la lucha de la luz contra las tinieblas dibuja también, como en los adolescentes madrileños, el contorno de los corazones de los iraníes de Madrid en primavera. Pero con un rasgo más, sólo persa: deltangui, nostalgia de su patria.

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