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¿Qué fue de los renovadores?

Renovador, lo que se dice renovador, sólo se es una vez en la vida, cuando, todavía joven, se mata al padre para ocupar inmediatamente su lugar. Felipe González lo fue, hace 25 años, cuando se plantó ante Rodolfo Llopis en el XI Congreso del PSOE en el exilio y le discutió la dirección del partido en el interior. Dos años después, en el congreso de 1972, Llopis eludió presentarse ante quienes iban a ser sus matadores y nadie se arriesgó a ocupar el sillón vacío: una dirección colegiada, o sea, una dirección imposible, fue la fórmula a la que recurrieron quienes no se atrevieron a culminar el sacrificio ritual. Otros dos años más y, en 1974, los parricidas sacaron ya todas las consecuencias de aquella muerte ritual, fundadora del nuevo PSOE: despreciados por Llopis como jóvenes recién llegados al socialismo, fueron los únicos que osaron dar un paso al, frente y reclamar para ellos la parte del león de la herencia socialista.Aquella renovación se había gestado en un bar del Parque de María Luisa, de Sevilla, una tarde en la que este grupo de recién llegados se sintió con fuerza suficiente para enviar un emisario al asalto de Toulouse. Tenían un líder; unas nociones de marxismo más bien vulgar, del tipo de que la teoría y la praxis deben relacionarse dialécticamente; un programa socialista-del-sur, que Guerra cocinaba con una pizca de socialismo francés, algo de comunismo italiano y "unas gotas de populismo castrista"; una estrategia de conquista de parcelas de libertad y una firme voluntad de hacerse con el partido. Lo consiguieron. En poco tiempo refundaron el PSOE desde una base completamente nueva: los veteranos, incluso los que les habían ayudado a conquistar la plaza, quedaron muy pronto marginados; los asturianos y vascos se conformaron con posiciones secundarias, y los madrileños, enzarzados en el laberinto de sus querellas internas, no dejaron más huella que el recurso a la pataleta.

Si los que, 20 años después, se llamaron renovadores hubieran aprendido la lección de aquellos jóvenes, seguramente no andarían ahora tan perplejos. Ser renovador es matar al padre para ocupar su lugar. Es ilusorio pretender que triunfe un programa renovador y confiar la dirección de la operación al jefe vitalicio. La renovación se emprende contra quienes ocupan el poder, no, nunca, desde la cima del poder. Para renovar no se puede pedir permiso a los que llevan decenas de años en los cargos ni aceptar compromisos con quienes están destinados al sacrificio. Renovar es romper con un pasado para marcar un nuevo punto de partida. Felipe González lo hizo una vez en su vida; no puede hacerlo dos veces: ¿contra quién, si no contra sí mismo, contra su propia historia, podría ser renovador?

Esa fue la radical limitación de la segunda hornada de renovadores: sin capacidad para crear una plataforma autónoma, con sus propios dirigentes, con un programa y una estrategia que les identificara y diferenciara, se pusieron en manos de papá, para que fuera él quien les sacara las castañas del fuego del guerrismo. Y ahora, como no se atrevieron o tal vez no pudieron renovar en su día, aparte de las luchas por unos puestos en las ejecutivas provinciales o regionales, lo que hacen es adoptar los modos, y el, lenguaje de aquéllos a quienes pretendían desplazar. Es verdaderamente penoso que personas intachables, gestores honestos, cabezas de primera fila como no faltan en el partido socialista no hayan tenido nada que decir acerca de la cadena de desventuras que desde hace un año sacude a su partido y a su gobierno. Cerrar filas, ofrecer un frente común, erigirse en apologetas de lo que no tiene posible defensa, denunciar la gran conspiración de la prensa y de los jueces malvados, ahogar cualquier voz discrepante: tal es la tarea prioritaria a la que se han entregado con fruición algunos destacados renovadores desde que se apagaron las luces del último congreso de su partido y comenzó el diluvio.

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