Profundizar o cambiar el modelo de relaciones laborales
JOSÉ ANTONIO GRIÑÁNEl autor defiende la eficacia de la reforma del mercado laboral y reta a las restantes fuerzas políticas, en especial al Partido Popular, a que definan claramente su modelo en este campo.
No hace mucho tiempo, al comienzo de esta legislatura, todo el mundo hablaba de la reforma laboral como la piedra filosofal que podía resolver los problemas de nuestra economía. En todas partes, y por todos, se enfatizaban estas dos palabras, aunque, eso sí, sin que nadie se aventurase a concretar su contenido. Era un lugar común de los que tanto proliferan últimamente en el paisaje político español. Algo con casi todas las cualidades imaginables menos la existencia y la concreción.Pues bien, el Gobierno definió el concepto. Y lo hizo con un paquete legislativo de envergadura que presentó a las Cortes cuando terminaba 1993. Albergué entonces la esperanza de que, una vez definida por el Gobierno la reforma, las distintas formaciones políticas que tanto habían hablado de ella explicarían con detalle sus propuestas. Era el momento adecuado para hacerlo. Pero no fue así, y, como en otras muchas materias en las que sería esclarecedor conocer sus alternativas, la oposición conservadora pasó de puntillas por el debate parlamentario y dejó abiertos todos los interrogantes sobre el modelo de mercado de trabajo que defienden. Lo cual no impidió, faltaría más, que nada más publicadas las leyes de reforma laboral en el BOE, los dirigentes del grupo Popular y los que se postulan para ministros económicos en un hipotético gobierno de la derecha, arremetieran contra ella calificándola de parcheo, tímida e insuficiente. Desde entonces, y hasta hoy, se viene repitiendo machaconamente el soniquete de la "profundización" de la reforma, aunque, una vez mas, sin mayores concreciones.
La reforma comenzó a andar y a dar sus primeros frutos. Con ella, 1994 acabó siendo un año casi excepcional por lo inesperado de los resultados. Porque, frente al objetivo inicial de recortar sensiblemente los dramáticos aumentos del paro en 1993 (347.000), terminamos el año con 150.000 desempleados menos. Y que esa reducción en las cifras de desempleo se produjo con un crecimiento del 2%, cuando en 1985 -primer año de la recuperación después de la anterior crisis-, con un crecimiento del 2,6%, se registró un aumento del paro de 127.000 personas.
Coincidían, además, estos alentadores resultados con un clima social propicio para consolidar un proceso de crecimiento económico directamente orientado a la creación de empleo, puesto que se ha restablecido la negociación-acuerdo entre empresarios y sindicatos, existe diálogo de éstos con el Gobierno y en la negociación colectiva destaca la nota de la moderación salarial y la corresponsabilidad de los agentes sociales.
Con estos datos -y algunos más, también esperanzadores-, lo razonable habría sido que, moderando ambiciones, se dejara un margen de tiempo para extraer todas las posibilidades de la reforma laboral; que se concentraran los esfuerzos en la creación de empleo y en la comprobación serena del funcionamiento de las novedades legales antes de anticipar nuevas ideas. Eso habría sido lo lógico, porque, como dice Ernest Lluch, pocas cosas son menos recomendables para la buena marcha del empleo que mantener continuamente "abierto, inestable, discutido, mareado y manoseado nuestro marco de relaciones laborales". Hoy parece, en cambio, que la razón está siendo reemplazada por la ambición, y los límites de aquélla han sido desbordados por la naturaleza ilimitada, de ésta.
La actual situación de encrespamiento de las relaciones políticas y la permanente llamada a las urnas, junto con una mayor debilidad parlamentaria del Gobierno, parece que han animado a gentes que siempre tuvieron el buen sentido de ausentarse formalmente del debate político para entrar de lleno en él con posiciones que dicen compartir con la oposición conservadora. Algunos banqueros y la cúpula de la patronal han decidido pasar de las bambalinas al escenario, transformarse en sujetos políticos y convertir en programa de gobierno la defensa de sus intereses particulares. Piden elecciones anticipadas y expresan su solidaridad electoral con el Partido Popular. Y concretan aquellos objetivos de política económica por los que les dan su apoyo: privatización del sistema público de pensiones, reducción de impuestos, abaratamiento del despido, depresión salarial y... "una reforma laboral más intensa y realista en el futuro". Es decir, todo un conjunto de lógicas reivindicaciones empresariales, pero que ahora se elevan a la categoría de programa político al unir su suerte a la del PP. Flaco servicio le hace la derecha económica a la derecha política al hacer explícitas sus relaciones de dependencia.
Hasta ahora, el PP había conseguido zafarse y despachar estas cuestiones con frases más o menos comerciales, y había dejado que estas materias socio economicas quedasen ancladas en el terreno de las reivindicaciones de agentes económicos y sociales. Después de la declaración de militancia política de algunos banqueros y algún patrono, me temo que la situación se les ha complicado. Porque lo cierto es que no sólo se han definido como propulsores de la opción del PP, sino que, en el mismo acto en que lo hacían, se dedicaban a detallar sus propuestas económicas; es decir, definían el secreto mejor guardado por los populares: sus propuestas concretas en el terreno de lo laboral y de la Seguridad Social.
Lo ocurrido tiene su lado positivo, sin duda, porque nos lleva a la clarificación de proyectos y programas. El Partido Popular habrá de pronunciarse con o contra los postulados de banqueros y patronos. Porque tendrá que implicarse seriamente en ese debate político y hacerlo con concreciones en el escenario propio de la política: el Parlamento. Por fin parece llegado el momento en que todos conozcamos cuál es el modelo de relaciones laborales que defiende el partido conservador, o qué subyace bajo sus persistentes cantinelas de "timidez, parcheo o insuficiencia" aplicadas a la reforma laboral. Sabremos, por tanto, qué entienden ellos por profundización.
Porque, quede claro, la reforma laboral, y la política económica y social en general, son parte consustancial del debate político en tanto significan optar por uno y otro modelo de sociedad entre los múltiples que, desde un punto de vista teórico, pueden definirse. Y sería grave retroceso, y un enorme error, relegar cuestiones de ese calado a las prescripciones técnico-científico-profesionales de quienes defienden reivindicaciones concretas de forma legítima, aunque, eso sí, desde posiciones no representativas parlamentariamente. Ninguna fuerza política honesta debería dejarse representar o relegar en el debate político por grupos de poder o lobbys de opinión. Los votos han de seguir valiendo más que los balances o las recetas que bajo nuevas propuestas enmascaran viejas reivindicaciones.
Como vivimos tiempos en que conviene enfatizar lo obvio, insistiré en que este Gobierno ha concretado la tan reclamada reforma laboral. Que la reforma laboral aprobada es la que este Gobierno, socialista, ha considerado la más conveniente para fortalecer la creación de empleo, partiendo, desde luego, del respeto a las que son señas de identidad del modelo social europeo: el afianzamiento de la negociación colectiva, de los derechos de libertad sindical, protección social e igualdad de trato, etcétera.
Como es obvio, también esta reforma puede necesitar, si del análisis de su aplicación así se evalúa, modificar piezas. Pero no pueden confundirse esas hipotéticas correcciones con una subversión del modelo. Y tengo la impresión de que quienes reclaman profundización están postulando otra reforma, otros modelos (legítimos, aunque no hayan sido expresados con claridad) que deben sustanciarse en el debate político.
Son cada vez más los asuntos que la política abandona a la llamada racionalidad económica. De forma más cruel, pero también más exacta, lo ha escrito recientemente Joaquín Estefanía: "La economía de mercado permite que la racionalidad económica se haga independiente de las demandas de la sociedad, las aparte de su control e incluso ponga a ésta a su servicio".
El modelo de relaciones laborales que hemos construido en Europa en los últimos 50 años no es, probablemente, el que se habría construido a partir del abstencionismo de los poderes políticos y del funcionamiento espontáneo de las fuerzas del mercado. No es, seguramente, el más acorde con la racionalidad económica, aunque sí sea el responsable de los mayores periodos de paz y prosperidad. No es, por tanto, una respuesta económica de laboratorio, sino el resultado de una práctica política.
Hoy parece que los vientos soplan en otra dirección, y son muchos los que están empeñados en hacer más racional el modelo de relaciones laborales. Son los que prefieren las relaciones individuales entre empresario y trabajador a las colectivas; los que consideran que el salario mínimo y el seguro de desempleo perturban seriamente la racionalidad del mercado de trabajo; los que creen que el despido no necesita ser causal ("pásese usted por caja"); los que defienden que si hubiera convenios colectivos, éstos deberían quedar derogados completamente cuando finalizara su vigencia. En suma, los que hacen coincidir la razón con su interés o con sus viejas reivindicaciones.
Nada hay de ilegítimo en ello. Pero, eso sí, no llamen a eso profundización de la reforma laboral porque se trata claramente de una transformación. Y una cosa más: háganlo explícito en el debate político para que todos sepamos el modelo de relaciones laborales y de empleo que defiende cada formación política. Sería el mejor servicio que los políticos podríamos hacer a nuestro mandato representativo.
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