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Negociar la paz ¿de qué guerra?

Cuando, el día 11 de diciembre de 1987, once personas -entre ellas, cinco niñas- fueron asesinadas por la única culpa de vivir en la casa cuartel de la Guardia Civil de un barrio de Zaragoza, el triunfo de ETA sobre el Estado habría consistido en que una expedición punitiva formada por miembros de ese cuerpo hubiera asesinado al mismo número de vascos por la sola culpa de frecuentar algún local de Herri Batasuna. Ése habnia sido el gran triunfo de ETA porque eso habría sido la guerra, que es lo que ETA dice que hace cuando coloca un coche bomba en el aparcamiento de un supermercado. Tan habituados estamos a que la serenidad impere en las ceremonias fúnebres de tantos centenares de personas asesinadas por ETA que casi hemos llegado a olvidar que una respuesta de ese tipo entra en lo que puede considerarse una reacción humana natural y, en algunas sociedades primitivas o regidas por códigos de honor, hasta obligada.No somos primitivos, aunque no acabamos de sacudimos los códigos de honor. De ahí, que, cuando hay que dar cuenta del crimen, se recurra a la dinámica de acción / reacción tan a menudo invocada por la alta clerecía donostiarra o a la solidaridad de cuerpo que acaba de recordar el teniente general Sáenz de Santa María para explicar un crimen supuestamente perpetrado por guardias civiles juramentados ante el cadáver de una compañera. Aunque siempre prediquen la paz, militares y clérigos fundamentalistas son quienes mejor conocen el lenguaje de la guerra: tú me matas a uno de los míos, yo te mato a uno de los tuyos. El padre, si está armado, venga la muerte del hijo, el hermano la del hermano, aun si la venganza se cumple al final sobre la propia sangre, como muestra la hermosa película Before the rain.

Algo de vértigo da asomarse a ese abismo y sentir su profundidad, pero, mirándonos en el espejo yugoslavo de antes de la lluvia o de después de la destrucción del Estado, quizá no convenga olvidar que no hace tanto tiempo aún, en la noche de un verano madrileño y ante el cadáver de un companero asesinado, un grupo de guardias de Asalto, al mando de un capitán de la Guardia Civil, salió a tomarse la justicia por su mano y asesinó al primer líder político que encontró en su caniino. Aquella venganza evidenció por sí sola el inminente derrumbe del Estado republicano y, si no desencadenó la guerra civil, la legitimó para todos los que comulgaban con los ideales del político asesinado.

Hemos recorrido desde entonces un largo, larguísimo, camino en la construcción de un Estado de derecho que establece, por la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos, incluidos los vascos que votaron el Estatuto, el marco pacífico de resolución de conflictos. No se trata, pues, de negar la existencia de un conflicto o de un "problema vasco", sino de rechazar su permanente invocación como coartada para el crimen con objeto de exigir luego una ne gociación con los asesinos. A pesar de la firme voluntad de un grupo de vascos de declarar la guerra no ya a España, sino a otros vascos que desarrollan su acción política den tro del marco legal, nadie está en guerra con Euskadi.

Y, si nadie hacela guerra a Euskadi, nadie puede negociar la paz. Afirmar, como José María Setién y Jonan Fernández, que la violencia es una "derivación" de las "raíces políticas del problema vasco" vale lo mismo que excusar a los GAL como una derivación de la ofensiva de ETA. El recurso al terror no puede tratarse como una manifestación de violencia colectiva, sino como una opción libre y racional tomada por individuos concretos con vistas a la obtención de fines políticos. Si los poderes del Estado juzgan a los presuntos responsables de los GAL, tiene que ser la sociedad vasca la que termine con ETA rechazando la falacia de que, puesto que hay guerra, es preciso sentarse con los mandatarios de los asesinos para negociar la paz.

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