Desproporciones
No sé si han observado ustedes que las cosas están cambiando, lo que puede llegar a tener consecuencias inimaginables. Las cosas, los tamaños, las proporciones. Todo parece indicar que ya no estamos en el mundo en que el erudito mexicano Alfonso Reyes, que había nacido él mismo año que la torre Eiffel pero nunca creció tanto, se consolaba durante toda su vida con el pensamiento de que hubo un día en que, él y la torre tuvieron la misma altura.
Ahora las señoras del barrio de Salamanca, por ejemplo, ya no parecen tan pequeñitas como antes, disminuidas por el mármol de sus portales decimonónicos, medio extraviadas en los asientos traseros de sus coches y hundidas en los cojines de sus sofás tapizados a la escocesa. Hoy, en el gimnasio o en la clase de yoga se agrandan un poquito más y podrían incluso pasar, no por escandinavas, que eso seria mucho, pero sí por francesas. En cambio los vecinos de Azca se han achicado últimamente tanto que ya han empezado a preocupar a las autoridades. Con prudencia se puede hacer la prueba: se pone uno al lado de Azca, o de las Torres de Valencia, o de la cárcel de la M-30, o de cualquier otro edificio horrible, y automáticamente ve el mundo con la perspectiva de una cucaracha, lo cual probablemente era la intención del arquitecto-artista.
Y el Retiro. No sé si han observado ustedes que el Retiro empequeñece los sábados y domingos hasta quedarse en un delgado perímetro, por obra y gracia de unos músicos tan entusiastas que se instalan en el corazón del jardín y se apropian del derecho a alardear de su virtuosismo mediante amplificadores electrónicos: entonces no hay forma de escapar. ¿Ha intentado alguien escapar de la música en una discoteca? Pues eso. No hay más que ver la cara de terror de las ardillas subidas a la copa de los árboles intentando transformarse en pájaros.
Otra prueba interesante es preguntarle a la dotación de Policía Municipal de guardia qué norma es la que le permite a alguien convertir un parque de Madrid en su discoteca particular. Al fin de cuentas en los parques de Londres y en los de Amsterdam están prohibidas hasta las radios. Merece la pena aunque sólo sea por la cara de asombro que ponen los guardias. "Ya está: otro loco", deben de pensar, y te miran de medio lado para ver si descubren otros síntomas. "Sí, desde luego que atruenan", me dijo el más comprensivo de entre ellos: "Y tampoco recogen la caca de los perros, y el señor Tierno Galván Invitó a los jóvenes a que se refocilaran sobre la hierba".
Charlar con los guardias es muy ilustrativo. El domingo de las elecciones para, la proclamación de Emperador del Bernabéu me acerqué a uno de ellos para preguntarle si había advertido que la calle Concha Espina había adelgazado preocupantemente hasta quedarse en un solo carril por efecto de un masivo aparcamiento en cuatro filas. Cuatro. Como la crecida del Rhin más o menos, igual que todos los domingos. Muy educado me dijo que sí había constatado el fenómeno. ¿Y? Respondió entonces que había que verlo para creerlo, y que si le hubieran dicho en la academia que iba a presenciar algo así "hubiese alucinado"; sí, ésas fueron sus palabras: "alucinado". Porque no vio en su día la generación espontánea del lugar llamado La Esquina, que entonces habría muerto de sobredosis. Pues yo, en calidad de secretario general, presidente, tesorero y portavoz del Sindicato del Sigilo exijo que el alcalde nos pare el tráfico y nos encuentre aparcamiento el día que mis leales y yo nos reunimos, cada vez más preocupados con esto de las crecidas y las disminuidas.
¿No han visto ustedes que las películas encogen? Cada vez más arrinconadas por largas caravanas de anuncios agresivos, con los bordes recortados y reducidas las voces de todo Hollywood a las de los mismos cinco dobladores de siempre, es preciso ir esculcando entre las ondas por si uno tiene suerte y pilla película.
Hubo una vez un mundo en el, que nos guiábamos por patrones fiables: el del metro que se conserva en París, por ejemplo, como unidad universal de medida, o el oro que guardábamos en los bancos y que financiaba nuestras aventuras de conquista para ir a por más. Ahora los patrones ya no sirven: los barcos se compran con dólares que encogen imposiblemente y además ya no se viaja en barco sino en un AVE que no vuela y desde el que no se ven pasar vacas sino sombras de vaca. Yo soy demasiado grande para mi cuarto dé baño, mi salón, mi mesa de trabajo y mi jardín; no tengo jardín, por eso voy al Retiro, que también encoge. ¿Qué hacer? Si voy a un gran almacén o a un supermercado de inmediato me pongo melancólico y pesimista -no me ocurre sólo a mí- y si me pilla la medianoche de un viernes en Argüelles pienso que en este mundo sobramos más o menos la mitad.
Antes, los publicistas ponían en los anuntos a hombres o partes de hombre para que se viera cómo era de grande o de pequeño lo que . querían anunciar. Pero ahora: ¿Cuál es nuestra dimensión verdadera? ¿Nuestro tamaño? ¿Nuestra proporción? ¿Qué es lo que podemos medir con nuestra altura? Para empezar, en nuestro tiempo, qué es lo que de verdad importa: ¿La altura, la bajura, la anchura?... Difícil.
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