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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pena de muerte

LA PENA de muerte acaba de ganar otra batalla en Estados Unidos. Nueva York, la ciudad cosmopolita, multirracial y tolerante, se ha convertido en el 380 Estado de la Unión que implanta la pena máxima desde 1976. Soplan últimamente vientos poco propicios para la piedad, y no sólo allende el Atlántico. Acosadas por las complejidades y la confusión de este fin de siglo, las sociedades modernas piden soluciones fáciles, seguridad y amparo al Estado. En muchos países democráticos, el miedo se ha convertido en uno de los principales motores electorales, ya sea a la pérdida de trabajo, a la disolución de la identidad nacional, a la invasión extranjera por vía de la inmigración o a la delincuencia, ese enemigo anónimo que se nos antoja omnipresente.Estos miedos son mayores en las sociedades que sufren fracturas en su seno tan graves como las existentes en EE UU. Fracasada en gran medida la política de integración racial, colapsado el sistema de educación pública, perdida la lucha prohibicionista contra la plaga de las drogas y sometidos los legisladores a grupos de presión que defienden objetivos tan irracionales como el acceso generalizado a las armas de fuego, en EE UU se dan hoy todas las condiciones para el brutal enfrentamiento entre dos grandes bandos: los que tienen algo y los que no tienen nada (que perder). Viven estos bandos cada vez más segregados, con culturas y códigos distintos. En los puntos de contacto entre ambos se produce el conflicto.

Ya no es sólo la corriente moral luterana dominan te en EE UU desde su fundación, que considera a los have nots, a los desposeídos, plenamente responsables de su suerte y castigados con razón por ese dios justiciero que es el mercado y la competencia. El cada vez más radical rechazo de las clases medias norteamericanas a asumir los costes del Estado común y la percepción -no por falsa menos generalizada- del fracaso de la política social han llevado a la clase política a considerar irrecuperable para la integración a la población de las grandes bolsas de miseria y marginalidad en las ciudades. Perdida toda confianza en una política de cohesión social y cada vez con menos dinero para pro gramas de integración, los Estados norteamericanos centran de forma creciente su política en la represión. Abusos habidos en la red social y en la aplicación de las leyes han hecho que las clases medias hayan visto con alborozo el retorno a esta política que creen más efectiva -y barata- en la lucha contra el crimen.

Y la pena de muerte es, en este clima, el símbolo supremo- de la represión y -supuestamente- de la disuasión. Si las cárceles están repletas de representantes del enemigo, delincuentes irrecuperables que son una amenaza mientras vivan, la pena máxima se convierte no sólo en ejercicio de disuasión -de efectividad muy dudosa-, sino en solución económica. Y las leyes que se debaten para abreviar los trámites previos a la ejecución y limitar la posibilidad de recurso son también cuestión de ahorro, de racionalización.

Y de venganza, rentable políticamente cuando las masas votantes quieren un gesto de orden y ver cimentada su seguridad con la liquidación de un enemigo. Así, en los casi veinte años desde que se reinstauró la pena máxima en EE UU ha habido casos en los que los gobernadores han buscado la fecha más propicia para que las ejecuciones sirvieran a sus fines. Se ha ejecutado a menores, a subnormales y, en algún caso, el, condenados sin plena garantía de culpabilidad.

Es un drama de nuestro tiempo que ese gran país, cuna de una Constitución que ha sido símbolo de las libertades y de los derechos humanos, haya entrado en esta senda de creciente embrutecimiento en la que bajos instintos e intereses puntuales se alían para darles a los representantes del Estado una potestad -la de quitarle la vida a un ser humano- que jamás debe tener nadie en tiempos de paz.

Habrá quien alegue que la lucha contra el crimen en algunas ciudades de EE UU ya es una guerra en toda regla. Cabe responder que, aunque así fuera, las ejecuciones -además de una vergüenza para el mundo civilizado- serán menos efectivas en acabar con el crimen que los esfuerzos por desecar los pantanos de miseria de los que emerge.

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