Súbditos o ciudadanos
En todos los países, incluido el nuestro, parece que se da una cierta reacción de la gente contra el sistema. Se ve, por ejemplo, en los referendos que dan resultados contrarios al voto de los Parlamentos. Es decir, que la gente vota en sentido contrario de los representantes a los que ha votado, como se ha visto en Dinamarca, en Suiza y en Francia.Se ve también que la gente tiene cierta tendencia ya no al cambio de Gobierno, sino al cambio de régimen, como explica Darhendorf. Llevamos algunos años viendo cómo una parte importante de la población deja de votar al político para votar al artista, al empresario, al periodista, al deportista o al presidente del club. Todo empezó con Reagan y en el mismo Estados Unidos siguió un poco con Perot.
En Europa acabamos de tener el caso más espectacular del italiano Berlusconi, pero también en Francia han pasado cosas parecidas con Baudis y Tapie. No estaría de más preguntarnos qué pasaría aquí si se presentaran a las elecciones municipales personajes como José Luis Núñez o Cruyff (que puede hacerlo como europeo de los Doce), Puyal, José María García o Norma Duval.
Más allá de la especulación hay dos observaciones que me gustaría hacer. Una, que quizás los medios de comunicación antirrégimen son tan causa como efecto de los sentimientos que existen. Y dos, que quizás el sistema se equivoca, es decir, que nos equivocamos.
Sin duda, se necesita un caldo de cultivo previo para que cuaje el mensaje negativo que destilan algunos comentaristas. Este caldo de cultivo está probablemente tan presente en el mundo privado como en el público. La. gente sabe que en su empresa o en su entorno hay prácticas de favoritismo, corruptelas, etcétera, y tiende a reprochar a sus representantes lo que no puede o no sabe combatir en su propio entorno. "Que yo sea malo o impotente ante el mal, pase, pero que lo sea el diputado, el concejal o el gobernante que me represente, no".
Esta es una reacción lógica. Vivimos en el reino de los símbolos, de los valores y de la representación, y en él no pueden admitirse cosas que en la vida cotidiana próxima se aceptan resignadamente, o incluso se desean. De todos modos, no deja de ser un ejemplo de doble moral.
Esa doble moral es objetable, especialmente, en quienes, desde los medios de comunicación más influyentes, se limitan a concentrar sus miras en uno de los aspectos de la cuestión. Raramente se atreve nadie a hilar fino y a distinguir en qué momento preciso la inmoralidad privada o social se convierte en corrupción pública, en considerar qué favor o qué amabilidad especial cae en uno u otro lado de la barrera, el de los buenos sentimientos privados o el de la reprobable acción pública.
Eso, por un lado. La otra posibilidad es que nos equivocamos de escala en el tratamiento de los problemas. ¿Es una utopía pensar en tratar a las personas como ciudadanos con derechos amplios, plurales y permanentes y no como súbditos de una ley fabricada lentamente en Parlamentos elegidos cada cuatro años?
Es una utopía, pero sólo en parte. En parte, porque existe un nivel de gobierno que es el nivel local, que, aun siendo elegido también cada cuatro años (y quizás harían falta más años en vista de que se invierte uno en crear un equipo y otro en defenderse electoralmente), aun así, está tan cerca de la gente que difícilmente puede sustraerse al diálogo que el ciudadano necesita para sentirse tal y no sólo súbdito.
Otra cuestión es si las autonomías o pequeñas naciones entran en esta categoría o en la anterior, a la que pertenecen los Estados. En todo caso habría que acercarse a la gente por ahí, por los poderes próximos, a los que habría que dar más cancha. Ya se verá si las autonomías son ayuntamientos grandes o pequeños Estados, o si son las dos cosas, que quizás sería la gran solución.
Esa utopía ciudadana es una presencia constante en la vida diaria de los pequeños poderes próximos, los Poderes locales en el amplio sentido que al término se da en la política europea. A menudo me he preguntado si no habría que concebir el Estado como el accionista de las, ciudades, que son el marco político y social donde los súbditos se pueden sentir ciudadanos, y no a la inversa. Accionista de la empresa que está en mejores condiciones de afrontar los problemas de la gente.
El súbdito tiene derecho a una ley justa; el ciudadano quiere una justicia rápida. El súbdito tiene derecho a que se respeten los derechos humanos; el ciudadano quiere una convivencia amable, quiere resulta dos. El súbdito tiene derecho a la ley y el orden; el ciudadano quiere, a la vez, que haya seguridad en la calle y que la policía no sea muy aparatosa en su presencia ni en su trabajo. Al súbdito no le importa mucho quién impone el orden; para el ciudadano., cuanto más próxima sea la policía, mejor.
Al súbdito le interesa la macroeconomía y la clasificación económica internacional de su nación; al ciudadano le interesa la macroeconomía, pero no la de la producción y el consumo en abstracto, sino en su territorio. Este es el punto decisivo: el territorio es el ámbito donde la acción política y de gobierno adquiere una mayor proyección ciudadana.
Los Gobiernos y los Estados se organizan en departamentos, según los temas, y se relacionan con el territorio por medio de unidades territoriales que comprenden vastas áreas administrativas. Las ciudades, en cambio, se organizan interiormente en pequeños distritos sobre los que proyectan su acción las áreas y ámbitos en que se estructura el gobierno local.
El territorio urbano es un conjunto de calles, parques, casas y edificios, arbolado y mobiliario, en el que se mueven, trabajan y descansan, utilizando distintos servicios y aparatos, millones de personas. Personas concretas, no solamente clases sociales o muchedumbres como en el caso de los Estados, son el objeto del gobierno local.
Cuando un alcalde se despierta oyendo o leyendo que una nueva ley va a arreglar un viejo problema (paro juvenil, mecenazgo, drogadicción, ruido, pensiones), tiembla. Tiembla esperanzado, pero tiembla. Porque en el territorio, fuera del departamento ministerial o de la consejería correspondiente, y lejos del Parlamento donde los responsables de esos departamentos y los candidatos a serlo dirimen sus diferencias, la división entre temas no existe, y la vertical separación de temas, tampoco.
Plara los Gobiernos, los problemas y su evolución se miden generalmente en resultados estadísticos. Para los poderes locales y las ciudades, esos problemas tienen nombres y apellidos y se aprecian, a simple vista, en el paisaje humano. Una disminución de las pensiones significa una mayor presencia de indigentes en la calle. Una reducción del personal para asistencia a domicilio equivale a la existencia de más inquietud en la gente. Quizá Injustificada en la gente que pasa, pero real en las personas que viven en la plaza donde duerme el sin techo. Los problemas de la calle tienen sus reglas: la riqueza se acumula, y la miseria, también.
En esas situaciones, hay barrios que se vacían porque sus habitantes se marchan, en general, a municipios próximos donde el gasto público social es menor, y se crean islas dentro de la gran ciudad o área metropolitana que luego hay que rehabilitar invirtiendo auténticas fortunas en estos barrios. Como la ley no permite el reconocimiento de la ciudad real multimunicipal, ni favorece la colaboración entre los distintos ayuntamientos, todo se hace más difícil y más irreparable. A esas cuestiones, los Parlamentos son poco sensibles, porque los ven en forma de estadísticas.
Los Parlamentos y los Gobiernos suelen ignorar también problemas y situaciones que se manifiestan por sentimientos más primarios y más abstractos, como la identidad -Reus es el enemigo de Tarragona, etcétera-, el orgullo, el poder o la autoridad. Son problemas que exigen una sensibilidad directa que sólo nace del contacto cotidiano.
¿Qué hay que hacer en el ámbito de la política y del gobierno para que las personas sean tratadas más como ciudadanos y menos como súbditos? Hay dos ideas que me parecen básicas y que sin duda habría que profundizar desde todas las administraciones: una es hacer el sistema más transparente a las personas, y otra, hacerlo más territorial y menos departamental. Dicho en otras palabras, los Estados deberían ser accionistas de las ciudades y pasar cuentas con sus responsables en la junta anual de cada mes de abril o en la junta universal de cada cuatro años, donde los ciudadanos deciden por el Estado si los empresarios lo han hecho bien. ¿Por qué no?
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