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Defensa del Estado

La conquista del Estado ha sido, históricamente, sinónimo de su crisis. La novedad consiste en que, si en el inmediato pasado, los enemigos del Estado trataban de conquistarlo desde fuera, hoy asistimos a lo que se puede denominar invasión vertical de los bárbaros. Los que, por aspirar a ser conquistadores para utilizarlo, salvarlo o servirlo, no se encuentran fuera de él, sino en su seno. Y están a punto de disolverlo. Pero este bárbaro vertical no puede identificarse con uno u otro partido, con éste o aquel político, magistrado, dirigente sindical o empresarial. Personificar las culpas es cómodo, pero suele ser injusto porque la barbarie que contradice al Estado está en cada uno de nosotros y sale a flote siempre que dejan de funcionar los resortes de la ciudadanía. Aquellos que consiguen reprimir el egoísmo de lo particular y de cantar lo que de general hay en cada uno. En eso, precisamente, consiste el ser y, para ser, sentirse ciudadano. No tanto en la conciencia. No tanto en la conciencia de los propios derechos que conduce a hipertrofia de las reivindicaciones, en cuantía y en intensidad, sino en la disponibilidad a servir en algo a la comunidad. Pero es claro que el político que hace de su particular estrategia de poder el criterio rector de sus actos, no ya sin parar mientes en los valores que dice profesar sino sin atender siquiera al interés común, que confunde con el suyo; creando tensiones, provocando inestabilidades o aventando procesos de integración o concordia, se coloca, sépalo o no, en los antípodas de lo que el Estado es. Por de pronto, estabilidad y generalidad.Y es claro que otro tanto hace el funcionario, daría igual que fuera judicial, militar o civil, que, en el desempeño de su función, no atendiera la razón global que la Razón de Estado es, incompatible con el ejercicio mecánico y aislado en cualquier órgano. Los procesos cancerígenos biológicos son, en él fondo, el desarrollo incontrolado y, por lo tanto, disfuncional de un conjunto hiperactivo de células. Y su correlato, en el cuerpo social, es el golpe de Estado: Es decir, lo que al Estado hacen, de una u otra forma, quienes por sí y ante sí pretender salvarlo.

En una democracia de masas, como inevitablemente ha de serlo la de nuestro tiempo, procesos tales como los descritos suelen invocar en su favor la opinión e, incluso, se ha señalado el riesgo de que sea el Estado de opinión -regido por el impersonal "se dice"- lo que, de hecho, substituya al Estado de Derecho y sus garantías. Y no es menos claro que para movilizar primero y capitalizar después los movimientos de opinión, se recurre a las técnicas de marketing. Pero lo grave es que tales procedimientos, irresponsablemente trasplantados, tienden a convertir en rastro el supuesto mercado político. Tal es el caso cuando quienes, con una u otra responsabilidad pública, se afanan por conquistar, no ya el apoyo ciudadano, sino el favor de la opinión, algo bien diferente, a costa de halagarla, sorprenderla o excitarla. Las posibilidades que al efecto. ofrece una sociedad de masas y de medios de comunicación requiere, si el Estado ha de sobrevivir al rastro, que los responsables de la opinión pública, por lo que generan y lo que transmiten, tengan un criterio rector diferente y más alto que cómo ganar mayor audiencia. De lo, contrario es inevitable que, parafraseando la expresión orteguiana, la vida pública se convierta en coto de tenores, payasos y jabalíes.

Ahora bien, tan triste sino no está escrito en la naturaleza de las cosas, ni tiene que ser la lógica consecuencia de la modernidad política ni de la polemicidad inherente a la democracia. Si en todas partes y ahora, aquí, con especial virulencia, hay abusos, éstos pueden y deben ser corregidos siempre que sean diagnosticados como tales y no como inevitables e incluso justificables usos. Y en eso estamos. En otras latitudes, los protagonistas de la vida pública se exigieron y se exigen una conducta más abocada a lo general que a lo propio, más preocupada de cómo servir al conjunto que de cómo aumentar la propia cuota de mercado, sea éste el de la publicidad, los votos o, incluso, la mera popularidad. Y si a tan encomiable actitud puede contribuir lo que Rousseau consideraba último resorte de la democracia, la virtud, también es cierto que la sociedad, más que civil civilizada, tiene buen cuidado en imponérselo.

Hoy en España la sociedad se encuentra atónita ante el curso dé la vida pública y el talante de sus protagonistas y comentaristas. Y por atónita, ausente. Y la sociedad, que excede con mucho al Gobierno y a la oposición, a los partidos y a los jueces -y, por supuesto, también a las tertulias radiofónicas- tiene que exigir a éstos sus órganos de representación, gestión y expresión que cuiden, con temor y con temblor, de lo que a la sociedad integra y organiza: el Estado. Habrá quien crea que reivindicar al Estado y su Razón a secas, no es hablar de política. Y tal creencia, incluso si es dé buena fe, es lo más grave de todo.

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