_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La guerra necesaria

Antonio Elorza

Hace un siglo, el 24 de febrero de 1895, estallaba en la isla de Cuba la insurrección contra la dominación española, cuyo desenlace, tres años después, fue la independencia bajo tutela de Estados Unidos. En el manifiesto redactado en nombre del Partido Revolucionario Cubano para explicar la sublevación, el llamado Manifiesto de Montecristi, José Martí desarrolla su concepto de "guerra inevitable", puesto que no existe otro procedimiento para acabar con la situación colonial. No es un acto voluntarista, ni la expresión de un odio antiespañol. Bien al contrario, Martí se dirige a los españoles para que comprendan la necesidad de la guerra, de modo que ésta se cierre en un ambiente de concordia entre ambos pueblos: "Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos". "La república", anticipaba Martí, "será tranquilo hogar para cuantos españoles de trabajo y honor gocen en ella de la libertad y bienes que no han de lograr por largo tiempo en la lentitud, desidia y vicios políticos de la tierra propia". Esta sorprendente invitación fraternal al adversario de hoy, definitoria del nacionalismo humanista de José Martí, enlazaba con otras advertencias, contra todo odio de razas, y contra todo particularismo de clase. Se trataba de conformar "un pueblo libre, en el trabajo abierto a todos, enclavado a las bocas del universo libre e industrial".Incorporado a la lucha el 11 de abril de 1895, Martí muere unas semanas más tarde en el combate de Dos Ríos (19 de mayo). Su vacío no podrá ser llenado en cuanto a la dirección política de la guerra, si bien su legado doctrinal se mantiene vivo en la historia cubana de nuestro siglo. Fidel Castro reivindicará para Martí la paternidad espiritual del asalto al cuartel de Moncada y al producirse el triunfo de la revolución su ideario pasa a considerarse como algo sagrado, unido indisolublemente a la trayectoria comunista de aquélla. Sin embargo, esta interpretación de Martí, propia de lo que algunos han llamado el martismo-leninismo, no refleja con precisión el pensamiento martiano, abierto siempre a la búsqueda de una conciliación como salida a las contradicciones. Por eso el enfrentamiento a España, estrictamente militar y político, aunque constituye el núcleo del independentismo, desemboca en esa propuesta sincera de fraternidad entre españoles y cubanos dentro de la isla independiente. Lo mismo ocurre con sus denuncias del imperialismo y de los aspectos opresivos de la sociedad norteamericana. Quizá el contacto con el krausismo en España pueda explicar este singular recorrido de sus ideas. La libertad del hombre engarza con la nación, democráticamente organizada, y ésta, a su vez, ascendiendo por escalones histórico-culturales (como Hispanoamérica), tiene por horizonte último a la humanidad.

Contra lo que propone la interpretación oficial castrista, la dureza de la crítica es siempre compatible con la búsqueda de una síntesis armónica, sea en relación al "monstruo" norteamericano como amenaza para la América hispana, "nuestra América", sea frente a las reivindicaciones obreras en el interior de su sociedad. Martí no es un socialista, y sí un partidario de la justicia social y un demócrata convencido. El PRC es el "preparador, disciplinado y democrático, de la república de mañana", y la democracia es a un tiempo el medio, en la propia guerra, y el fin, "que un pueblo", advierte Martí, "no es, un juguete heroico, para que un redentor poético juegue con él".

Pero la entrada en juego de las ideas martianas será posterior al curso de una guerra, larga y de destrucción, donde el ejército español ni siquiera es capaz de preservar el occidente de la isla, como hiciera en la anterior guerra de los Diez Años (1868-1878). Fracasaron la guerra blanda del general Martínez Campos, y la realizada a sangre y fuego bajo el general Weyler, impulsor hasta el genocidio de algunos de los elementos más inhumanos de las guerras coloniales posteriores ("reconcentración de poblaciones", con la provocación de la muerte generalizada al privar al campesinado de sus recursos). España conservó hasta el fin las principales ciudades, pero cada vez se le escapó en mayor medida el control del territorio y, además, la mala organización en un clima adverso se tradujo en un número enorme de bajas sin encuentro con el adversario. En la etapa final de la contienda, ha escrito la historiadora Elena Hernández Sandoica, sólo cuatro de cada cien bajas eran producto del combate: el resto era originado por el vómito negro, otras enfermedades tropicales y, de forma creciente, por el hambre. De una población de 17 millones de habitantes, el Gobierno español manda 200.000 a defender la isla. Son además, exclusivamente, las clases populares, ya que los jóvenes de buena familia se libraban de ir pagando 1.500 pesetas y se consagraron como mucho a las manifestaciones patrióticas antiyanquis en las calles de la metrópoli, algo menos arriesgado que el mortífero paso por la manigua. Para cerrar la serie de despropósitos interviene la plétora de oficiales -uno por cinco soldados- que se benefician de los ascensos, anticipando lo que ha de ocurrir de nuevo en Marruecos: alguien escribirá con razón que España. es un curioso país que se priva de tener un ejército para atender a una profesión militar. En 1898, cuando el Gobierno liberal, por iniciativa de Moret, concede ya tarde una autonomía a la isla, el ejército español se desmorona, más por la escasez de recursos y la pésima organización que por los ataques del enemigo, lo que ha hecho pensar al historiador Carlos Serrano -frente a la tesis oficial- que el Gobierno de Sagasta prefirió a fin de cuentas ser vencido por Estados Unidos, lo cual era soportable ante la opinión pública, en vez de hundirse por sí solo ante los insurrectos. La cuestión está aún abierta a debate.Era el lógico desenlace de un colonialismo arcaico, de depredación, donde el dominio español se había mantenido únicamente gracias al temor de la sacarocracia criolla ante la posibilidad de que se repitiera en Cuba la insurrección de esclavos que a finales del siglo XVIII dio lugar a la República de Haití. Una colonia pujante como Cuba, bajo una metrópoli mal desarrollada, con un modo de producción esclavista y cada vez más integrada en el área de dominación económica norteamericana: demasiados elementos tendentes a hacer insoportable el dominio de uña España liberal que desde 1836 opta por un régimen colonial estricto, privando a la isla de representación parlamentaria en las Cortes de la metrópoli y sometiéndola a una sucesión de virreyes militares. Eran sistemas de intereses enfrentados hasta niveles grotescos. Así, incluso la familia real española se lucraba con el comercio de esclavos y, como asimismo ha demostrado el investigador Gregorio Cayuela, podía darse que el progresismo hispano se beneficiara de los subsidios de los esclavistas cubanos para implantar la libertad, política en la Península, por ejemplo en la revolución de 1854. Hay muchos emblemas de esa contradicción: uno pudiera ser precisamente que una familia esclavista donde las hubiera, los Zulueta, se convierta así en un prototipo de liberalismo democrático. La expresión popular consideraba a Cuba una vaca lechera, siempre lista para ser ordeñada por los peninsulares, y en sus comienzos tiende a apoyar la guerra, presentada desde un enfoque racista, como rebelión de negros incendiarios, por lo menos hasta que se ve la incapacidad para ganarla con rapidez, y de paso que todo el coste recae sobre los pobres. Recordemos que el llamamiento afortunado del PSOE "o todos o ninguno" evoca más la injusticia del servicio militar que una posición procubana en la guerra. El gran estallido de xenofobia contra los cerdos yanquis en 1898 se sitúa en la misma línea confusa que desemboca en el Desastre.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

De cara a España, la guerra con Estados Unidos permite la supervivencia precaria del régimen. Fue lo que Gramsci calificara de "crisis de hegemonía": una estructura histórica ponía de manifiesto todas sus fracturas internas, pero no existían fuerzas capaces de asegurar un relevo político. Eso sí, el precio a pagar fue alto, y no sólo en el trágico abandono de los repatriados con su traje de rayadillo. En Cuba se origina el prolongado divorcio entre pueblo y ejército, dada la clara coincidencia de aquél sobre la brutal desigualdad en la distribución de los costes, y el patriotismo corporativo de unos oficiales que comienzan a pensar que la patria coincide en sus intereses (léase ascensos). Y el propio Estado-nación entra en crisis. España se convierte en un país moribundo, como la denomina el primer ministro conservador británico lord Salisbury tras la derrota naval frente a Estados Unidos, y en algo problemático para sus propios habitantes. El auge del regeneracionismo y el de los nacionalismos periféricos reflejarán este fenómeno. Único dato positivo: la rápida reconciliación con el pueblo cubano tras la independencia, que hizo posible la intensa reactivación de las corrientes migratorias hacia la isla. Como auguraba Martí, no quedarán odios, sino trabajo común entre cubanos y españoles, una vez rotas las cadenas de la esclavitud y del dominio colonial. No obstante, a una dependencia sucedió otra, y la continuada presencia de Estados Unidos se constituirá en factor que a lo largo del siglo XX interfiere una y otra vez en la política y en la economía de la isla. El castrismo fue la respuesta rotunda a esa situación, incorporando asimismo la carga de violencia que nunca abandonara a la vida política de Cuba desde las guerras de independencia. En gran medida siguió siendo válido lo que un escritor cubano escribía en 1834: somos "hijos del despotismo colonial".

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_