Cruyff, a pesar de todo
Es rigurosamente cierto que el fútbol reproduce como un calco algunas de las más clamorosas miserias de la vida cotidiana. Si el equipo gana, las penas se van por el desagüe. Si por el contrario el equipó pierde, el memorial de agravios reaparece, se agrupa, se inflama, y finalmente se transforma en un arma arrojadiza que el sujeto, ya sea militante, cónyuge o vecino, administra sobre los, lomos de la parte contraria según proceda o convenga.A Johan Cruyff, los riñones le han dolido mucho hasta el sábado. Es natural: durante los dos últimos meses, y con la excusa de goleadas y otras desventuras, ha recibido toda clase de pellas, pullas y cataplasmas. En una pedrea interminable ha sido acusado de arrogancia por su decisión de prescindir de Laudrup en la final de la Copa de Europa, de soberbia por su resistencia a reconocer los errores tácticos, de egoísmo por responsabilizar de cualquier fracaso a los jugadores, de imprevisión por su incapacidad para adelantarse a la crisis generacional de su plantilla, y de nepotismo por atreverse a endosar a su hijo Jordi y a su yerno Angoy en la nómina del club. Fiel a su estilo, él se ha aferrado, a su chupa-chups como un mamoncillo dominguero y, sin bajar la mano de la perilla, ha aceptado el juego múltiple de las acusaciones con una mirada al vacío y, por supuesto, con ese inconfundible gesto suyo de falsa indiferencia.
Como los antiguos personajes olímpicos, Cruyff es una rara combinación de virtudes y flaquezas; virtudes desaforadas y flaquezas descomunales. No obstante, y sin esperar a que su equipo reaparezca entre los mejores del mundo, es justo señalar que, como Oscar Wilde, él solo es incapaz de aceptar una cosa: no soporta que la carta esté mal escrita. Es preciso reconocer también que, por esa posición estética ante la mediocridad, de toda su maraña de cualidades y defectos siempre emerge la figura del ganador.
Reconozcamos además que él nunca ha cambiado. Éste es el mismo Cruyff intransigente que hace 25 años responsabilizaba a los árbitros de todas las catástrofes telúricas, el mismo Cruyff burlón que sembraba el área de defensas centrales, el mismo Cruyff avaro que se apropiaba de la pelota como el diablo del poseso, el mismo Cruyff resistente al aburrimiento que encadenaba seis fintas consecutivas y el mismo Cruyff genial capaz de morirse por un recorte de tacón y un tiro al vértice.
A pesar de todo, fútbol es Cruyff.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.