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Tribuna
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Viejas disputas de fronteras en América Latina

La idea de que en América Latina son numerosas las disputas territoriales es relativamente común. Además, los enfrentamientos bélicos que ocurren de cuando en cuando, como el que se produce estos días en la frontera entre Ecuador y Perú, abonan la opinión de que estas disputas evolucionan fácilmente hacia la guerra. Pero, ciertamente, ni son tantas las disputas ni conducen tan a menudo a la guerra. Cualquier recuento que se haga del número de disputas territoriales o del número de conflictos bélicos en el conjunto de los siglos XIX y XX muestra que la actualmente pacífica Europa -al menos en su porción occidental- ha sido un escenario tanto o más conflictivo y especialmente más sangriento que América Latina.Esta impresión acerca de la alta conflictividad latinoamericana se propaga durante los años setenta y primeros ochenta. En aquellos años, las dictaduras militares, que aplicaban las doctrinas de seguridad nacional, atizaban algunas de estas disputas hasta llegar a la guerra o, al menos, a situaciones prebélicas. A la vez, en Europa occidental se aplacaban seculares enfrentamientos y ningún Estado osaba cuestionar las fronteras establecidas. El contraste entre las dos situaciones es lo que ha permitido alimentar esa falsa idea. No obstante, es importante tener en cuenta que de ello no podemos concluir, ni mucho menos, que exista una, relación causa-efecto entre dictadura militar y conflicto territorial. De hecho, ciñéndonos al caso ecuato-peruano, el último enfrentamiento bélico de cierta importancia entre ambos países -en 1981- se produjo con Gobiernos elegidos democráticamente en los dos Estados, y las circunstancias actuales no son diferentes. Entonces, cabe afirmar que las disputas territoriales no se han desvanecido al mismo tiempo que desaparecían las dictaduras; habían existido antes y originado guerras, y existen ahora y pueden originarlas también.

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Hoy día son contestados por algún Estado latinoamericano tramos de límite fronterizo que, en su conjunto, apenas superan los 3.000 kilómetros (en torno al 7% de la longitud total de las fronteras). Estas disputas fronterizas van unidas, generalmente, a reivindicaciones territoriales más o menos amplias, que en total suman aproximadamente algo más de 600.000 kilómetros cuadrados (alrededor de un 3% de la superficie total de América Latina), siendo las más extensas las que se refieren al norte chileno, al occidente guyanés y al norte amazónico peruano. En este contexto, cabe distinguir en la disputa ecuatoperuana dos problemas diferentes, aunque a la postre están estrechamente relacionados: por un lado, la vieja reivindicación ecuatoriana de un territorio que se extiende hasta el río Marañón, conectado con el sistema del Amazonas, que llevó a sucesivas guerras, y por otro, la inexistencia de demarcación en 7:3 kilómetros de frontera ecuatoperuana internacionalmente reconocida, controversia en torno a la cual gira formalmente el presente enfrentamiento. Este tramo sin demarcación del límite fronterizo entre ambos Estados se halla en la cordillera del Cóndor, en cuya vertiente oriental se encuentran las cabeceras del río Cenepa, donde se están desarrollando las operaciones bélicas. Hay que entender que, más allá de su valor intrínseco, este área constituye una auténtica cabeza de puente ecuatoriana hacia el Marañón que permite mantener viva la reivindicación amazónica.

Por tanto, la explicación del conflicto bélico manejada en estos días, que se basa en la supuesta riqueza en oro y uranio de estas tierras de la cordillera del Cóndor, nos oculta la complejidad de la crisis actual. Sin entrar en la veracidad de tales afirmaciones ni negar que un buen número de las guerras latinoamericanas estuviesen motivadas por la voluntad de apropiarse de territorios ricos en recursos, constatados (por ejemplo, el del salitre en el caso de la guerra del Pacífico) o presuntos (por ejemplo, el petróleo en la guerra del Chaco), lo cierto es que ese tipo de argumentaciones nos impiden apreciar la importancia de los discursos en la génesis del conflicto territorial.

Porque, para comenzar a entender el conflicto, debemos analizar el discurso de la nación en el surgimiento de los Estados latinoamericanos, contrastándolo con la concreta génesis de sus fronteras. Fracasado el ideal de unidad bolivariano, los Estados-nación que construyeron los criollos en América tuvieron su origen y legitimación en diversas entidades político-administrativas coloniales que habían dotado de cierta identidad diferenciada a sus habitantes. Éstos, como es lógico deducir, intentaron ajustar el trazado de las nuevas fronteras estatales al de los límites coloniales.Pero la imprecisión del trazado en las zonas del interior del continente Ecuador es el o en las áreas australes que no atrajeron el interés del colonizador ibérico, así como su escasa población -que, además, generalmente no se identificaba con el proyecto estatal criollo-, fueron circunstancias que dificultaron estos designios. Es evidente que tales factores son el resultado de la organización de un espacio colonial en función de los intereses metropolitanos, pero generaron una primera contradicción entre el fundamento territorial de la legitimación del Estado y los límites reales del ejercicio de su soberanía. En este sentido, es paradigmático el caso de la región de la alta Amazonia comprendida entre el Coqueta y el Marañón, donde el Estado ecuatoriano, que se pretendía sucesor de la Audiencia de Quito, en virtud del principio del uti possidetis aspiraba a establecer su soberanía sobre una porción de la misma; pero este territorio también era objeto del interés de Brasil, Colombia y Perú, que, a la postre, impusieron sus pretensiones privando al proyecto criollo ecuatoriano de parte de su hogar nacional.

Procesos similares han ocurrido en casi toda América Latina, de modo que en la actualidad son escasas las fronteras heredadas de la época colonial (en tomo a un cuarto del total); por el contrario, la mayoría son impuestas o resultado de guerras (alrededor de la mitad). Puede parecer paradójico que la mayor parte de estas fronteras no se encuentren sometidas a ningún litigio, pero hay que entender que o bien separan a Estados con un potencial militar tremendamente desigual (como Brasil, que ha impuesto una buena parte de sus fronteras a sus vecinos) o bien suponen pérdidas y ganancias que se terminan por percibir como de escasa importancia (es el caso del Chaco, una vez que se comprueba que no es un Eldorado petrolífero). Pero hay dos de estas fronteras resultado de guerra que son aún litigiosas: la chileno-boliviana y chileno-peruana y la ecuato-peruana. El resultado territorial de la guerra de 1941 entre Ecuador y Perú, fijado formalmente en el Protocolo de Río de 1942, nunca fue plenamente aceptado por Ecuador, a lo que en buena medida coadyuvaron dos factores estructurales: el potencial militar de ambos países no está decididamente desequilibrado y el conjunto del territorio amazónico que aspira a incorporar Ecuador contiene importantes campos petrolíferos.

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Pero una de las claves más importantes del conflicto bélico territorial ecuato-peruano, así como la mayoría de las otras disputas activas hoy día, es el nacionalismo con énfasis territorial que se desarrolla en algunos Estados latinoamericanos, especialmente durante este siglo, que va acompañado de un adoctrinamiento territorialista de sus poblaciones. Los territorios irnaginarios de la patria -modelados conforme a las pretensiones de los Estados y no ajustados a la realidad de las fronteras- que los sistemas aducativos transmiten a argentinos, venezolanos, guatemaltecos, ecuatorianos... les impiden evaluar desapasiona damente el alcance de la soberanía territorial del Estado, cuyas linútaciones actuales hacen ciertamente anacrónico este tipo de disputas.

Por todo ello, es urgente reflexionar sobre las alternativas al modelo de Estado-nación asociado a la modernidad en el que, en última instancia, tiene su origen este tipo de conflictos en América Latina, pero también en otras zonas.

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