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Tribuna:DEBATES¿REFORMA DE LA PRISION PREVENTIVA?
Tribuna
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La imparcialidad del juez instructor

"¡No, no!"., atajó la Reina. "¡La condena primero!... ¡Ya habrá tiempo para e1 juicio después!".Alicia en el país de las maravillas, 12.

Lewis Carroll. Cuando un juez instructor dicta la prisión preventiva está realizando un juicio sobre los indicios racionales de criminalidad y sobre los requisitos y circunstancias previstos legalmente para tal medida. Está, en definitiva, calibrando las pruebas sobre los hechos y el derecho aplicable a los mismos.

El juez de instrucción es quien realiza las actividades conducentes a obtener prueba, habitualmente de cargo (la inocencia no hay que probarla y no necesita expediente judicial, salvo los hechos extintivos o modificativos, pero éstos exigen previamente prueba de cargo sobre los constitutivos). Dicha actividad la realiza el instructor.

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Practicadas las primeras diligencias (a veces en 72 horas cuando hay detención, a veces transcurridos incluso años), es el propio juez de instrucción el que decide si el imputado queda o no en libertad. De modo que, en nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, el juez que decide la prisión es el mismo que investiga y busca activamente pruebas de cargo.

La sentencia del Tribunal Constitucional (pleno) de 12 de julio de 1988 (número 145) declaró nulos algunos artículos de una ley que permitía a los instructores celebrar el juicio y dictar la sentencia. El tribunal (que recogió la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso De Cupper) dijo: "No se trata de poner en duda la rectitud personal de los jueces que llevan a cabo la instrucción ni de desconocer que ésta supone una investigación objetiva de la verdad, en la que el instructor ha de indagar, consignar y apreciar las circunstancias tanto adversas como favorables al reo (artículo 2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal). Pero ocurre que la actividad instructora, en cuanto pone al que la lleva a cabo en contacto directo con el acusado y con los hechos y datos que deben servir para averiguar el delito y sus posibles responsables, puede provocar en el ánimo del instructor, incluso a pesar de sus mejores deseos, prejuicios e impresiones a favor o en contra del acusado que influyan a la hora de sentenciar. Incluso aunque ello no suceda es difícil evitar la impresión de que el juez no acomete la función de juzgar sin la plena imparcialidad que le es exigible".

Esta doctrina es, en parte, trasladable a la fase de investigación sumarial. y, con ella, el principo de división de funciones. Gimeno Sendra entiende que "si la prisión provisional es adoptada de oficio por el juez se conculca el artículo 24.2 C. E., pero si la prisión provisional es adoptada a instancia de las partes acusadoras y mediante la instauración de una audiencia previa, de tal suerte que el juez recobre (sic) la imparcialidad de la que carece en el momento actual, no se comprometería el referido derecho fundamental". Otros autores han descartado en todo caso la imparcialidad objetiva del instructor.

La ley exige al juez que actúe en conciencia. Expresión técnica que tiene componentes filosóficos, éticos, religiosos y, en definitiva, culturales (ya que la conciencia exigible es objetivable en las referencias sociales). El juez admite o deniega prueba, la analiza, fija los hechos y dice el derecho aplicable con las reglas de la sana crítica y según su conciencia. Así le es exigido legalmente.

Trabajar según dicta la conciencia no es otra cosa que ajustar el ser (contenido) del acto dictado al deber ser previsto en la mentalidad del juez que lo dicta. Hay que partir de la base, obviamente, de que los jueces actúan en conciencia y aplicando las reglas de la sana crítica. Eso nadie lo discute y, desde luego, yo parto aquí, por lo que conozco, de esa hipótesis de trabajo. El juez instructor actúa, pues, en conciencia cuando dicta la prisión preventiva y así satisface, en tal aspecto, el derecho que regula sus actos. Pero eso no es suficiente para garantizar la imparcialidad. La ciencia médica especializada nos enseña que la conciencia (aproximadamente lo que ellos vienen a llamar el yo) es una función de unidad y síntesis que, además, es indivisible en el ser humano. El ser humano carece de la ubicuidad subjetiva, don predicable sólo de la naturaleza divina.

EI juez de instrucción tiene, obviamente, una perspectiva del caso que está instruyendo. En cierto sentido, crea (recrea) el caso (los hechos).

La idea de que hay un hecho delictivo y de que el investigado sea el culpable hacen que no dicte el archivo de las actuaciones y las mantenga abiertas. Lógicamente investigará también los hechos extintivos o modificativos (los que favorecen al imputado), pero la razón de ser del sumario y la orientación concreta de la investigación es su convicción moral de aquellos dos elementos: hay delito, éste es el autor. Para llegar a esa convicción el sujeto instructor ha realizado un juicio (psíquico-jurídico) que lo coloca en una perspectiva concreta y que, además, determina la orientación de sus investigaciones (o de sus admisiones o inadmisiones de pruebas). Si sigue avanzando en esa línea de investigación, sin cerrar el caso, es porque en conciencia está convencido (persuadido por sí mismo) de que el investigado es culpable. Precisamente esa perspectiva firme (que le es exigida legalmente) es la que aconseja que sea otro órgano jurisdiccional el que valore (con audiencia, con contradicción) las pruebas obtenidas y la necesidad, o no, de la prisión preventiva.

El juez instructor (lo haga de oficio o se lo pidan las acusaciones), en tanto que sujeto psíquicamente indivisible, carga con las experiencias (adheridas a su ser) del sumario, de su sumario, y carece objetivamente de imparcialidad. Cuanto más en conciencia haya actuado, cuanto más crea en la verdad que dimana de su sumario, menos objetividad tiene para decidir sobre la prisión. La división de funciones (instructora y decisora de medidas limitadoras de derechos fundamentales) no puede hacerse dentro de un sujeto, la conciencia no es divisible: son necesarios sujetos distintos.

De otro lado, parece impropio de un sistema de garantías que quien realiza las preguntas al inculpado en la fase de instrucción sea el mismo que puede meterlo, o no, en la cárcel. Esta circunstancia introduce un elemento coercitivo indeseable en el proceso moderno. El derecho a guardar silencio (reconocido en la Constitución española) exige que, en fase de investigación, quien no recibe respuesta carezca de la potestad de adoptar medidas contra el imputado que no quiere darla.

Desde 1882 (fecha de la actual normativa), todo ha avanzado considerablemente. Es en el derecho donde todavía no se ha producido el salto sustancial que ha ocurrido, por ejemplo, en la medicina o en la biología. Los actos procesales del juez tienen una resonancia impensable entonces. Los avances en la comunicación de masas, que convierten el mundo civilizado en una aldea global, llevan, instantáneamente, a todos los rincones las decisiones más efectistas. Hoy un juez de instrucción puede adoptar una medida (siguiendo los dictados de su conciencia) y provocar, entre otros efectos, inestabilidad de gobierno, crisis de Estado, bajada de la bolsa, alerta social, etcétera. ¿Es razonable otorgarle a una sola persona semejante responsabilidad?

Nuestro proceso penal necesita diversas modificaciones estructurales. Una es, desde luego, que las medidas asegurativas (especialmente las que afectan a derechos fundamentales) las dicte un órgano objetivamente imparcial, tras una comparecencia oral de las partes, sobre la base de las investigaciones realizadas por el juez de instrucción y a petición del fiscal o del abogado de las otras acusaciones. Respetando el plazo máximo de detención, si ésta se ha producido. Cabría que la instrucción la realizara directamente el ministerio fiscal, pero ello exigiría una profunda reforma de este instituto, que lo separara definitivamente del poder ejecutivo, lo acercara a la sociedad y garantizara la realización de las investigaciones sumariales a propuesta de las demás partes.

Con independencia de la corrección, o no, de los últimos encarcelamientos (no es ése el objeto de este trabajo), se hace evidente la necesidad de una nueva reflexión sobre ciertos aspectos de la vieja y retocada Ley de Enjuiciamiento Criminal española. Aspectos obsoletos, no homologables, que hace mucho tiempo debieron modificarse (allá por 1978 y siguientes). Quizá sea el momento de avanzar un poco (en beneficio de las garantías, no de la impunidad) sobre lo conseguido en el siglo XIX.

José Soldado Gutiérrez es abogado, doctor en Derecho y autor de diversas monografías de derecho procesal.

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