¿Qué industria? ¿Qué política?¿Qué país?
¿Es verdad que nos importa la industria? El principal responsable de la política industrial española, al hilo de esta pregunta, defiende la necesidad de entrar a fondo en el debate para definir un política verdaderamente activa.
La decisión del Gobierno de iniciar un debate nacional sobre la industria y la política industrial no es sólo el cumplimiento de un compromiso electoral. Es, sobre todo, una ocasión para la reflexión colectiva sobre el país que queremos, lo que podemos hacer para alcanzarlo y lo que debemos evitar si buscamos seriamente una meta socialmente compartida.Afortunadamente para todos, alentada la evidencia de la recuperación económica, la industria no figura en los titulares de primera de los medios de comunicación con el carácter dramático con que aparecía hace un año. La inflexión en la marcha de la industria que se empieza a registrar en noviembre de 1993, tras 16 meses de caída ininterrumpida de la producción, se transformó, a lo largo de 1994, en un proceso, primero lento y luego acelerado, de recuperación de este y otros indicadores. Hasta el punto de que la actividad industrial se ha convertido en el motor básico del crecimiento económico de 1994 y principal responsable de que el conjunto de la economía alcance una tasa de variación sobre el año anterior en el en torno del 2%. Un crecimiento, el industrial, que se ha traducido ya en la reducción del paro, tanto medido por la Encuesta de Población Activa (EPA) -900 nuevos empleos entre el segundo trimestre y el primero, 5.000 entre el tercero y el segundo- como a través del paro registrado (de los 150.000 parados registrados menos contabilizados en 1994, casi 60.090 corresponden a la industria, y más de 48.000, a la construcción). Y una situación que sigue mejorando, como se encargan de acreditar los nuevos datos de la encuesta de coyuntura industrial, el índice de producción industrial y el consumó energético con fines industriales, entre otros.
Quedan así algo alejadas en el tiempo y en la prioridad informativa las secuencias más dolorosas del importante ajuste operado por la última fase de la recesión pasada. Aquellas que llevaban a preguntarse por el porvenir de la industria, a teorizar sobre un imaginario proceso de desindustrialización y a interrogarse sobre nuestra capacidad como país para sostener un proceso económico en el que la actividad industrial siguiera desempeñando un papel central en la generación de riqueza, bienestar y empleo. Pero una cosa es la prioridad informativa y otra, con frecuencia distinta, la significación y relevancia social de aquellas preguntas.
Hoy, en un escenario de recuperación económica bien distinto de nuestro pasado reciente, continúa siendo importante la respuesta colectiva que pueda darse al presente y al futuro de la industria. ¿Es verdad que nos importa la industria?, podríamos interrogarnos, en la convicción de que nadie cabal respondería hoy negativamente a semejante cuestión. Y, sin embargo, no han faltado visionarios y augures para quienes España podía y debía transformarse en una economía de servicios. Un destino en cuyo cumplimiento tendríamos, al parecer, no sólo ventajas comparativas frente a otros países (derivadas, sobre todo, de nuestros recursos naturales), sino, además, una singular capacidad colectiva. Pero, augures aparte, si la respuesta es afirmativa -esto es, si la industria importa no sólo a los empresarios industriales y a los trabajadores del sector, sino que se asume colectivamente como base del bienestar material de las actuales y futuras generaciones, y como fundamento del creciente desarrollo de los servicios-, el corolario inevitable es sacar las consecuencias de una decidida apuesta social por la industria.
Es verdad que, planteadas así las cosas, todo resulta demasiado sencillo, la pregunta y la respuesta. Si importa la industria debe haber una auténtica política industrial. O, lo que es lo mismo, todo se reduce a analizar silo que el Gobierno lleva a cabo es lo necesario y si ello resulta suficiente a los efectos pretendidos. Los problemas se transforman, pues, en saber qué es "una auténtica política industrial".
Los países anglosajones, como se sabe, huyen en general de semejante expresión, identificada con el intervencionismo y la negación del mercado. No por ello los instrumentos que aplican sus Gobiernos son menos decididos a los efectos de la defensa y el apoyo de sus actividades industriales. Entre nosotros al menos no existe el problema terminológico. La idea genérica de una política industrial no sólo no se rechaza, incluso diría que últimamente goza de mayor predicamento que antaño. Sin embargo, su contenido concreto va unido a la diversidad de significados que unos y otros le atribuyen. Algo que no debe extrañar, teniendo en cuenta que en el lapso histórico de 20 años hemos pasado de una economía muy cerrada, fuertemente intervenida y regulada, a una economía (y una industria) plenamente abierta a la competencia internacional, en la que los instrumentos de intervención económica y de regulación se han transformado radicalmente.
Por eso pueden coexistir diversos defensores de una política industrial activa que, con idéntico ardor, defiendan posiciones perfectamente contradictorias. Esto es lo que ocurre cuando se reclama, por una parte, el apoyo decidido a los esfuerzos de viabilidad y ajuste de empresas y sectores en crisis, y por otra se demanda una amplia movilización de recursos hacia los sectores de futuro; cuando se proclaman las excelencias del mercado y la no interferencia de los poderes públicos en las reglas de la competencia y, a la vez, se solicita, en nombre del interés general, la derogación particular de esas reglas en beneficio de tal o cual empresa; cuando, en fin, la eficiencia económica se confunde con la deseable redistribución equitativa de la renta y los instrumentos que hacen posible aquélla con los que se dirigen a asegurar esta última.
Lo que resulta claro es que la política industrial es tan fácil de proclamar como muy difícil de instrumentar, al menos si lo que se pretende es contribuir a la eficiencia económica de la actividad industrial, y no de utilizarla como tapadera de la ineficacia o como argumento para evitar la necesaria y a veces dolorosa adaptación a las exigencias de un mercado crecientemente competitivo. Sin demasiadas precisiones técnicas, en una economía de mercado abierta como la española -y la europea-, el objetivo de la política industrial no puede ser otro que contribuir a la competitividad del tejido industrial. Algo que depende de muchísimos factores y para cuyo logro las instrumentos habitualmente considera dos propios del quehacer industrial resultan muy insuficientes. Es obvio que la capacidad competitiva de los productos industriales no es sólo. una cuestión de coste y de precio, aunque. costes y, precios sean elementos absolutamente relevantes del problema. La competitividad es también uña cuestión de calidad, de diseño, de tecnología, de atención al cliente y de presencia en el mercado nacional e internacional. Como lo es de adapta ción a la demanda presente y futura, tanto en el ámbito empresarial como a escala nacional. Hay, por tanto, aspectos que pueden moldearse, orientarse, incluso establecerse, por los poderes públicos y muchísimos otros que sólo indirectamente pueden ser afectados por la actuación pública. Las subvenciones en programas tecnológicos pueden ser útiles, pero el desarrollo tecnológico, con carácter general, no es una cuestión de subvenciones públicas ni de me ros estímulos fiscales; tiene que ver con la formación, con los sistemas sociales de transmisión y difusión del conocimiento y con las actitudes de responsabilidad individual y colectiva. El mercado de trabajo puede flexibilizarse legalmente, como se ha hecho a lo largo del año pasado, pero en el seno del mismo marco legal cabe esperar efectos muy distintos, dependiendo de las relaciones de entendimiento-conflicto que adopten empresarios y trabajadores.
¿Qué quiero decir con esto? Algo obvio, pero, a mi juicio, bastante relevante. La política industrial no es únicamente lo que hace el Ministerio de Industria. Y el futuro de la industria, por fortuna, no va a depender en exclusiva de los aciertos o de los errores de un ministerio.
Hablamos de actuaciones que tienen que ver con funciones públicas que afectan a buena parte de los departamentos del Gobierno. ¿O puede hablarse en serio de una política dirigida a la competitividad de la industria sin pensar en la formulación e instrumentación de la política macroeconómica y en ele mentos clave cómo los tipos de interés y el tipo de cambio? ¿Puede hacerse abstracción no ya de la regulación legal del mercado de trabajo, sino del funcionamiento, tanto administrativo como jurisdiccional, que se deriva de ese marco legal? ¿Es independiente la política industrial de las decisiones sobre el sistema educativo, el papel otorgado a los estudios técnicos, el grado de preparación de quienes acceden al mercado de trabajo y su cualificación para cubrir las necesidades sentidas por las empresas? Y, para no extenderme, ¿cabe una presencia internacional de la industria sin un adecuado sistema formalizado de promoción pública y defensa de los intereses económicos de España? ¿Y en todo ello no desempeña un papel primor dial la regulación eficiente del funcionamiento institucional o la generación de economías externas derivada de la provisión pública de infraestructuras tecnológicas y sociales?
Es más, mucho más que la acción de un ministerio de la industria, lo que resulta relevante. En rigor, ni siquiera puede hablarse de una sola acción del Gobierno. Éste articula los instrumentos que dan como resultado una política industrial. Pero la competitividad de una economía abierta es una condición sine qua non para su manteniento y crecimiento; si sólo de esta manera será posible mantener y generar empleo, primer objetivo social de nuestro país, parece razonable dedicar algo de tiempo a analizar lo que tenernos y plantearnos su mejora. No a partir del voluntarismo que ignora las limitaciones de las acciones posibles, las restricciones de los recursos disponibles o los inconvenientes de determinadas actuaciones. Pero tampoco instalados en el conformismo el fatalismo o la falta de ambición nacional.
La industria española es hoy mucho más competitiva de lo que lo ha sido nunca. A pesar de su difusión en determinados círculos, es falsa la tesis de la desindustrialización de nuestra economía. Representamos hoy el 8% del producto industrial en Europa, aproximadamente el doble que hace tres décadas. Y empezamos a vivir una etapa de recuperación económica que tratamos sea intensa y duradera, tras la dura recesión, sufrida. Y, naturalmente, tenemos muchos problemas pendientes, algunos históricos, y no pocas debilidades.
Todo ello hace que éste sea un buen momento para plantearnos que más podemos y debemos hacer colectivamente. Y ésta es la razón del debate que se propone a la sociedad. No porque el Gobierno piense refugiarse en un debate para eludir su intransferible responsabilidad con el presente y el futuro de la industria, sino para convertir el interés que todos parecemos acordar a la industria en una prioridad de nuestro quehacer colectivo.
es ministro de Industria y Energía.
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