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El salvamento del 'Titanic'

Vicente Molina Foix

Hace algunos años, y en esta misma página, Félix de Azúa publicó un artículo que hizo historia; siendo sólo un artículo y su autor sólo un novelista, hizo petite histoire: fue replicado y citado, según el metrónomo de la fama de Andy Warhol, al menos quince meses. Se llamaba Barcelona es el 'Titanic', y lo resumo para los que no estén en la historia: en los albores del predominio nacionalista en Cataluña, el autor veía la capital y su ámbito social como un buque a punto de hundirse en las aguas del provincianismo cultural y la manía persecutoria de las señas de identidad. He pensado estos días en el artículo -por ese capricho de las simetrías que la pequeña historia permite- porque, curiosamente, el nacionalismo pujolista vuelve a destacar, ahora en lancha y con salvavidas, en el momento en que un barco de más calado hace agua y, por mucho que su capitán lo niegue y consiga retener a bordo hasta a sus propias ratas, amenaza con irse a pique. (Azúa, por cierto, nunca escribió El Titanic 2, pero aquel temido naufragio ha dado paso, al menos en el contorno barcelonés, a una brillante supervivencia urbana y, recreativa que para sí quisieran muchas capitales tierra adentro).Durante casi un año, tras las elecciones de junio del 93, el empeño -¿titánico?- de Pujol por dar a España gobernabilidad (hay palabras igual de feas que sus significados) fue tomado por muchos, entre los que me cuento, como un mal menor. En los últimos meses, sin embargo, la inoperancia política, el reflejo condicionado a los acontecimientos y el frívolo desbarajuste de la gestión cultural del Gobierno (asunto, el último, que más me concierne personalmente, como a otros les puede afectar la mala actuación hidráulica) me ha llevado a pensar que ese apoyo de los dos partidos nacionalistas es hueco y estéril o paga un tributo financiero excesivo. en relación a sus ventajas políticas. Pero desde diciembre, a partir de las recientes actuaciones judiciales y sobre todo al ver las crispadas y nada convincentes respuestas dadas por los distintos miembros del Ejecutivo pasado y presente, el apoyo de Pujol habrá podido parecer a no poca gente, entre la que me cuento, como un peligroso salto en el vacío de la politiquería. Ahora bien, en los días recientes se percibe en las aguas revueltas de nuestra situación algo más turbulento: una ofensiva torpedera en plan comando suicida y el amago de una operación rescate con camuflaje.

Quiero aclarar, por cierto, a riesgo de sonar ñoño, que escribo este artículo no como intelectual, pues, caso de serlo, me avergonzarían los soeces insultos que ciertos intelectuales confesos escriben estos días; si bien siento más repugnancia aún por el toque a rebato de los medios y columnistas que, justicieros ellos, critican la tardanza de sus iguales en caer en la cuenta, al tiempo que llaman a un posicionamiento (otro término que lleva el castigo en su desinencia) que sólo les resulta honorable si es difamatorio, vengativo y detractor del todo gubernamental. Mi pretensión es la de exponer aquí el sentimiento dubitativo y perplejo de una persona civil que tiene la posibilidad de publicar su punto de vista en virtud de una (digámoslo en el lenguaje del día) presunta capacidad narrativa.

El fuego del comando torpedero -sólo medianamente submarino- está siendo tan machacón que es seguro que en el tiempo de recorrido de este escrito desde mi máquina a la página impresa habrá estallado alguna carga nueva. Quizá el tratamiento presidencial dado a Sancristóbal en el telediario público de las tres de la tarde, hablando a la nación sin preámbulo, como en. los más altos mensajes del Estado, sea, hoy por hoy, lo menos alarmante. Desde el presidente del Gobierno -el genuino- hasta los presidentes comunitarios más pizpiretos (Extremadura, Madrid), pasando por Guerra, Benegas o Almunia y, naturalmente, los propios implicados o sospechados, hay una ofensiva socialista contra Garzón que disfrazada de defensiva, lanza insinuaciones gravemente incriminatorias (el innuendo inglés) que persiguen, también oblicuamente, inculcar un recelo general hacia el gran poder de la judicatura. Sabemos, sin embargo, que el Ejecutivo concibe y aprueba leyes (suya es la que permite a Garzón, en anómala pirueta, estar hoy donde solía); es una facultad escabrosa e inconmensurable a cambio de la cual no sólo el intérprete de la ley, sino todos los que estamos sujetos a ella esperamos del poder impavidez, mesura y cabeza. Nunca personalismos, disloque y tripa.

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Nosotros, sólo humanos, demasiado humanos, cometemos delitos, y hay jueces que, por su humanidad, son prevaricadores y venales, deseosos de fama, ambiciosos de un poder político, vengativos, celosos y mendaces. ¿Puede serlo el Estado? Sus representantes individuales pueden, pues también son humanos, y hasta llegar al crimen en aras de una causa que ellos creen superior. Es el argumento que Felipe González podría haber adoptado ante este nuevo y a todas luces imprevisto acoso judicial; yo, que soy uno de esos tontos que siempre habían puesto a salvo ciertas zonas, ciertos principios, ciertos aciertos y ciertas personas de la cúpula socialista, pensé por ello que en la entrevista con Gabilondo o en una comparecencia parlamentaria (la de Belloch ante la Comisión de Justicia, por ejemplo) se iba al menos a reconocer la opacidad de algunas actuaciones, la mancha (o salpicadura) de algunas conductas ministeriales, el uso desnaturalizado de los fondos reservados, la latitud del tiempo transcurrido. Razones perversas moralmente, pero con las que un líder aún acreditado podría haber bajado al terreno de las pasiones en las que el Estado, por definición, no puede caer, pero sí, en momentos de grave hostigamiento como lo fueron los del inicio de los GAL, incurrir por debilidad o inexperiencia; dos errores humanos que el ciudadano quizá sabe perdonar.

Al elegir, por el contrario, la proclamación orgullosa de la inocencia plena y hacer de la culpa un campo ajeno, el Gobierno insiste en su irreprochable y recta fachada, con lo que nos invita a todos, jueces y demás votantes, a ser más justicieros. Y esto en una fase en la que una mayoría de españoles, entre a que me cuento, cree que nuestros elegidos han mentido y mienten.

De ahí la incredulidad, pero también la ira con que hemos de resistir los cables que empiezan a tenderse y las sirenas de socorro que ya se oyen en varias sedes portuarias. Pujol viaja a Madrid y promete a González amor eterno (pues eterna nos parece la fecha de 1997, e insufrible la espera); ¿querrá el líder catalán que queden en el dique seco del olvido sus singladuras más allá de la rosa de los vientos? El PP, tan amarrado en este temporal, habla de "salidas con honra", mostrándose dispuesto a la "comprensión" y a la "generosidad". Yo recuerdo muy bien, y seguro que conmigo otros muchos, aquellas cintas irregularmente obtenidas pero irrebatibles del caso Naseiro; por un tecnicismo legal de los que ahora el PSOE invoca en su favor, puede optar en mayo a la presidencia de la Generalitat valenciana por el PP alguien como Eduardo Zaplana, que en su zona, que es la mía de origen, familia e intereses, sigue teniendo hoy, como cuando era alcalde de Benidorm, una de esas famas fáciles de conseguir en el Chicago de los años treinta.

No puede haber ya olvido, aunque haya más pena (y esa pena la sientan aquellos, entre los que me cuento, que han confiado y votado en más de una ocasión, sin consignas ni mil¡tancia, al PSOE, y se sienten por tanto más legitimados en su demanda que el chillón que les sataniza por odio o interés propio). El cúmulo de los indicios en contra es tan grande y tan grave que sólo una clarificación judicial plena, pronta y sin interferencias ejecutivas podría devolver credibilidad política y, lo que es más crucial ahora, verdad a González y los numerosos mandos socialistas que le secundan. Por eso la solución de las elecciones anticipadas sería inadecuada; no basta con perderlas y acogerse después a un borrón comprensivo y generoso. (Nixon fue perdonado, pero tras un implacable proceso que le condenó, y desembocó en su impeachment o recusación). Por el bien público del país, que es anterior y, por supuesto, más precioso que el bien privado de los políticos que ahora lo representan, es preciso oponerse a los evidentes intentos de casación, recusación de jueces o sobreseimiento del caso GAL por posibles defectos de forma o errores humanos en el procedimiento. No es éste un asunto que las formalidades puedan tapar ni el factor humano, en un punto de no retorno, disculpar.

Hay que salvar a las instituciones del Estado, se escucha estos días a los más responsables. Nada es más necesario. Pero nada es más cierto que sabemos ya demasiado -hasta los que intelectualmente somos más tontos o más tardos- como para quedamos quietos y sordos ante los salvavidas que, disfrazados de salvapatrias, quieren anteponer la razón de Estado al estado de razón moral, la fórmula jurídica a la verdad penal. El núcleo institucional que hay que defender es la justicia, no la justificación. Sin una justicia de los valores, la orquesta seguirá tocando en cubierta para los dignatarios inmaculadamente vestidos y su cohorte de patriotas invitados, y nosotros, los pasajeros de pago, nos iremos al fondo del mar con una tripulación que prefiere bailar a ver el iceberg.

Vicente Molina Foix es escritor.

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