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Última voluntad

Por y para Ramón Sampedro

No habrá vida buena mientras no incluya también la posibilidad de una muerte buena. Dejemos a los creyentes, si ello les compensa, que arrostren lo inexorable de la muerte y de sus tormentos como el precio del pecado y la contrapartida de una vida mejor. Quienes no esperamos pasar a mejor vida no sólo ponemos en la presente todo nuestro empeño, sino que queremos asegurar para todos su más digna salida.

Hablando en absoluto, no hay muerte buena. Habrá finales más envidiables o gloriosos que otros, ya sea por su calma acogida o por llegar en el cumplimiento del deber. Esos finales embellecerán la vida del difunto, sin duda, pero no su muerte. Pues la muerte y cuanto lo anuncia es, para el hombre, el mal mismo y la raíz de todos sus males. Y como sólo queremos nuestro bien, no hay nada que no hagamos por no morirnos ni nada que escape a nuestro afán de inmortalidad... Pero con igual vigor hay que decir que ese mal es la condición indispensable de lo que tenemos por bienes, que sólo su consciente precariedad confiere a la existencia humana su real valor. La muerte -ya lo escribió Borges- hace a los hombres ciertamente patéticos, pero también preciosos.

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¿En qué sentido cabe hablar, pues, de una muerte buena? En el ideal de una muerte propia, o, sea, de una muerte libre. Es el caso del suicidio cuando éste no es meramente la respuesta extrema frente a una existencia abrumada por la desgracia, sino el adecuado broche final a una vida plena. Ante quien dejó la vida en el uso cabal de su conciencia, lo que nos admira es el ejemplo de una libertad que no se ha resignado aguardar el cumplimiento de la necesidad. Es la excelencia de esa voluntad que, sin causa mayor que la doblegue, se ha mostrado capaz de llevar su soberanía hasta las últimas consecuencias.

Pero hay otro sentido, menos radical y por eso más accesible, de apropiarnos de nuestra muerte, de alcanzar una muerte buena: como un modo humano (si se quiere, humanizado) de morir. Me refiero a esa especie menor del suicidio que es la eutanasia. Puesto que sólo el hombre entre los seres vivos de verdad muere (porque es el único en saberlo y preverlo), que no se le arrebate aquello que le distingue ni se rebaje su postrimería a poco más que la del bicho. Como sólo para él es la muerte un escándalo (por ser el único capaz de concebir y desear la infinitud), no añadamos a ese absurdo forzoso el sinsentido gratuito del horror. Ya que no nos cabe atribuirnos el poder sobre la muerte, concedámonos al menos el de no con sentir ser arrastrados a ella por los azares de la naturaleza.

Si tal es la nítida voluntad del paciente, nada ni nadie debe oponerse a ella. ¿Quién podría situarse en su lugar para saber mejor qué le conviene? El que se atreviera a disuadirle, ¿se compromete acaso a rescatarle de su angustia, a acompañarle en ese trance hasta hacérselo gratificante?... Pero el deber de respetar esa última voluntad no nace sólo de la aleatoria compasión de aquellos a quienes se dirige, sino del derecho de la persona al emitirla. Quien es sujeto de y durante su vida no deja de serlo a la hora de su muerte. Ningún hombre está condenado a ser galeote de su existencia. Al fin y al cabo, si no contáramos con este derecho a morir, ¿cuáles otros podríamos tener y de qué nos servirían?

Para negarlo, que no se replique enfrentando, a este derecho a la muerte el derecho a la vida. Pues no hay quiebra entre uno y otro: es el mismo respeto a la vida el que se invoca cuando pedimos respeto -como la parte más decisiva de nuestra vida- a nuestra muerte. Tanto combatimos a favor de la vida mientras hay alguna esperanza de guardarla como cuando, por restar de ella tan sólo sus espasmos más degradados, nos ponemos del lado de su enemigo. Al hacerlo así, y por corto que sea el consuelo, una porción de la humanidad ha sabido tomar alguna ventaja sobre el imperio fatal de la biología.

Pero este indudable derecho presenta la peculiaridad dé requerir para su ejercicio no ya sólo el pasivo consentimiento, sino la colaboración activa de otras personas, en especial del personal sanitario. Se abre así un eventual conflicto entre aquel derecho y el de quienes, aun aceptándolo, pueden objetar motivos de conciencia a la hora de atenderlo. Desde la altura moral de nuestro tiempo, es de esperar que entre esos motivos no se encuentre el de una estricta fidelidad al juramento hipocrático. A fin de formar esa conciencia individual, el saber de la medicina ha de incluir el conocimiento de lo que la creciente conciencia colectiva hoy le demanda. Sea como fuere, ambas libertades -la del que desea morir y la de su médico- habrán de ser salvaguardadas, aunque de tal modo que el ejercicio de la una no impida el de la otra.

Los enemigos declarados de esta reflexión buscan prolongar nuestra minoría de edad. Hay bienes como la vida -vienen a decir- que sólo en apariencia son de cada uno, pero que nunca deberemos hacer nuestros, que son indisponibles. Así que vida y muerte serían nuestras propietarias y nosotros tan sólo sus efímeros prestatarios. O, lo que es lo mismo, la existencia es propiedad exclusiva del Creador y el privarnos de ella sería tanto como arrogarnos un derecho divino. No hay más última voluntad que la voluntad de Dios, manifiesta en la leyes de la naturaleza, y a la voluntad de las criaturas le toca resignarse a la suya.

Son las Iglesias las que se erigen en supremos gestores de esta vida elevada a patrimonio sagrado. De esa abdicación ante la muerte forzosa extraen ellas su poder, en nuestra libertad para escoger una muerte propia tienen que contemplar su mayor fracaso. Enraizada en el temor universal al instante postrero, "pues no sabéis el día ni la hora", nutrida por la idea de la valía del sacrificio y del sufrimiento como signo de predilección, la doctrina cristiana nos despoja así también de nuestra muerte. Y no es la menor de sus paradojas el que se presente como abanderada de la vida humana la institución que, al someterla a la vida eterna, le niega al fin su propio y autónomo valor. Esa es su misión: la de mortificarnos.

Un Estado, en cambio, al que hemos encargado administrar tan sólo nuestro fuero externo, se excede de sus funciones cuando interfiere en el dominio de esta íntima libertad para morir. Lo quiera o no, vuelve a su medieval papel de brazo secular de la Iglesia: lo que ésta juzga pecado, y se diría que sólo por ello, aquél aún considera delito. Que adopte, pues, todas las cautelas precisas para que aquella libertad no provoque ningún daño a quienes siguen en vida. Pero, a poco laico que se pretenda, ese Estado tendrá que eliminar de su vetusto Código Penal toda condena del auxilio al suicidio (la eutanasia activa),como una aberración jurídica, como un resto de barbarie.

Es verdad que, en una cultura en que la mera mención del morir ha quedado prohibida, no se escucha con suficiente clamor público lo, que a todas luces resulta un deseo de la inmensa mayoría. Para llegar a expresarlo, y así verlo algún día reconocido como derecho, lo primero es ejercitarnos en percibir cada momento de la existencia desde el horizonte de su pérdida segura. No para amargarnos la vida, sino para obtener su mejor disfrute y, con él, enseñorearnos en lo posible de nuestra muerte. Llegado el día, seguiremos sin poder entonar ufanos el Muerte, ¿dónde está tu victoria?, porque a fin de cuentas es ella quien nos derrota. Pero su triunfo será menos completo, porque habrá sido uno mismo quien haya dispuesto el cómo y el cuándo.

Aurelio Arteta es profesor de Ética y Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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