Teatro público
LA FIRMA del convenio para la construcción de la nueva sede del Teatre Lliure en Barcelona tiene un alto significado político y cívico. Por varias razones. En primer lugar, porque supone la culminación de una larga aspiración, nacida hace siete años, cuando el Lliure planteó a las instituciones la necesidad de contar con una sede de mayor capacidad que el viejo local de barriada que les acoge desde su fundación, en 1976. Esta firma -aplazada unas veces por motivos de agenda, otras por una clara falta de voluntad política- cierra un- capítulo de incertidumbre que en nada ha beneficiado la imagen de esas instituciones y su preocupación por la cultura.En segundo lugar, porque la importante inversión, de 4.700 millones, supone el reconocimiento a una trayectoria artística dé incuestionable calado y que la entera profesión, española y de fuera de nuestras fronteras, reconoce. Obras como Las bodas de Fígaro, de Beaumarchais -que ha podido ver recientemente toda España- o Al vostre gust, de Shakespeare, atestiguan una trayectoria artística que sitúa a este teatro entre los de mayor prestigio de la escena europea. La dirección del Teatro de Europa por parte de Lluís Pasqual -un hombre nacido y formado en el Lliure- se deriva sin duda de ese prestigio.
En tercer lugar, y sobre todo, porque el Lliure encarna la voluntad de un proyecto artístico sin sometimientos a modas estéticas ni a oportunismos políticos. Quienes en 1976 crearon una modesta cooperativa privada "con vocación de teatro público", según consta en el acta fundacional, procedían del teatro independiente: desde el malogrado Fabiá Puigserver -verdadera alma del nuevo proyecto- hasta Anna Lizaran, pasando por el propio Pasqual. Desde esta perspectiva, la firma es la sanción oficial de un impulso nacido de la profesión y no de un despacho, de la sociedad civil y no de políticas culturales burocráticas; es decir, desde el apoyo del público, que ha visto en este teatro un espacio abierto a la cultura e indómito ante cualquier instrumentalización.
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