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Barahúnda.

A fines de 1933 Wenceslao Fernández Flórez escribió un artículo indignado en contra del gobierno presidido por Azaña. Si viniera el Diluvio -aseguraba- el Presidente se disfrazaría con barbas patriarcales al estilo de Noé, diría que el agua es útil para el campo, que las cataratas aumentan la producción de energía eléctrica o que todo obedecía a un genial propósito de ampliación del Atlántico. En cambio, no se iría en ningún caso mientras tuviera la mitad más uno de los diputados en las Cortes. Hoy en día, aunque Azaña perdió estrepitosamente las elecciones que vinieron a continuación, nadie se atrevería a juzgar que Fernández Flórez era justo en la forma de presentar su punto de vista. Sin embargo la realidad es que la situación de hartazgo con González de una parte muy considerable de la sociedad española reproduce la sensación descrita en el artículo citado.Lo que importa es, en una situación como ésta, no perder el norte y distinguir lo principal de lo accesorio. El reciente y tan justificado retorno de Adolfo Suárez al escenario nacional debiera servir no sólo para recordar obviedades como que el fin nunca justífica los medios, que a veces los políticos son objeto de persecuciones injustas y que en ocasiones deben dimitir. Tendría que servir también para recordar las virtudes del consenso que no sólo se basan en un acuerdo sustancial en los principios de convivencia sino también en procurar entender las razones de los otros. Si algo caracterizó a la etapa de Suárez en la Presidencia del Gobierno es pensar siempre en dar salida al adversario. Ahora, en cambio, vivimos en un clima de barahúnda ensordecedora en que cada sector sólo parece pensar en sí y da la sensación que no vemos una salida colectiva, como no sea un abismo de discordia muy cerca de donde caminamos. No vendría mal recordar aquello de Azaña: a veces más vale que nos callemos todos y procuremos hacer bien lo que nos compete.

Como nunca compartí los fervores felipistas puedo decir que de la situación presente me molesta por igual lo que tiene de tardía, brusca y devastadora. Desde el punto de vista de los principios me parece obvio que en el asunto de los GAL hay que llegar hasta el final (corno otros colaboradores de este diario, yo también suscribí el manifiesto sobre esta cuestión) y las responsabilidades políticas del Presidente son claras. Cualquier presión sobre el poder judicial es inadmisible y cualquier estúpida trapacería utilizando el poder político será suicida, aparte de inmoral. Constituye un insulto el solo hecho de pensar que un voto de confianza resulta innecesario. Pero hay realidades políticas evidentes que tampoco deben ser olvidadas. González es el único líder viable del PSOE en este momento, su partido se dividirá sin él y el predominio de IU en la izquierda tiene muy graves inconvenientes. El gobierno sólo piensa en sí mismo pero conviene que otros piensen esto por él.

La oposición también hubiera debido pensar en el con junto de los españoles. Algún error propio se ha cometido si, cuanto más sube el PP, menos parecen apreciarle los catalanistas y vasquistas. Un voto de censura es también una forma de probarse a sí mismo ante los demás y, sobre todo, una forma de absorber la protesta contra el gobierno dándole una salida. La propuesta del PP ha sido deslizante, moviéndose de acuerdo con los impulsos previos de la prensa o del estado de ánimo público. Con sólo haber pensado más en el conjunto de los españoles no habría parecido necesario el uso de los fórceps para proponer ese voto de censura. Pero también hay que comprender que, tras 13 años de oposición y con más virtudes propias de un opositor a notarías que de un líder, se pretenda seguir caminan do con pies de plomo.

Lo más preocupante, sin embargo, no es tanto esa actitud de los partidos como el ambiente irrespirable de aspereza, megalomanía y ansia inmediata de sangre que parece haberse apoderado del entorno en que parece que cada bando tiene sus propios encarcelados o criminales para arrojárselos al adversario y el argumento conspirativo parece el sustitutivo del ejercicio de la prudencia y la lógica. Nos cabe esperar a que, después de X y Z, venga un misterioso Y a explicarnos lo que pasa o empezara ejercer las virtudes del consenso antes de hacer un daño irreparable a nuestro sistema de convivencia.

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