Una ciudad que ruge, tiembla y se apacigua.
Los escasos hombres que van y vienen por los barrios abandonados de la capital chechena, Grozni, caminan por el barro y empujan a los pocos vehículos que circulan para que puedan avanzar unos metros.Indiferentes al estallido de las granadas, a veces corren para esquivar los disparos y se reagrupan en torno a una hoguera en una esquina.
A lo lejos, la refinería parcialmente destruida por la aviación rusa sigue ardiendo. Sus conducciones y las altas chimeneas son como inmensos esqueletos calcinados que escupe n humo sobre una ciudad que ruge, tiembla y, de repente, se apacigua.
Cerca de la plaza de la Revolución de Octubre, en el centro de la ciudad, algunos habitantes descansan ante el portal de una casa burguesa. Han desenterrado las canalizaciones de gas y las han perforado para encender fuego.
A mediodía, los ciudadanos se arrodillan y rezan en el barrizal bajo las llamas de las antorchas, solos en medio de la avenida desierta donde vagan las palomas plateadas, completamente desorientadas entre los charcos. Sólo los cuervos, surcan el cielo.
Muchachos,de 15 años acuden con sus mochilas fluorescentes ajustadas a la espalda y saludan a sus hermanos mayores. Parecen acostumbrados al ambiente que se respira en la segunda línea del frente de combate en Grozni.
Algunos hombres se marchan a través de los patios y los callejones de una ciudad cuyos edificios intentan defender con sus insignificantes armas ligeras. Los demás siguen sentados en torno a dos ancianos.
Fuman, rezan, bromean, pero el miedo nunca aflora en sus semblantes. Hace frío y el suelo está empapado. De vez en cuando, las granadas de mortero estallan a unos pocos metros con un ruido seco y áspero.
"Bombas y más bombas" .
Grozni es una ciudad fantasma defendida encarnizadamente por unas sombras humanas en medio del eco de los cañones y los lanzacohetes.Un checheno reconoce que las fuerzas rusas han progresado en su avance, barrio a barrio, hacia la zona central de la presidencia. Sólo en el sur de la ciudad una parte de la población intenta sobrevivir sin agua ni electricidad. El barro ya ha invadido las escaleras, y los vecinos esperan alrededor de una vela, agotando sus últimas reservas de té y patatas. Un viejo trabajador de, una bodega de coñá dice que ya está cansado de "bombas y más bombas".
Vakhi, de 50 años, no quiere combatir y sólo espera a que los rusos lleguen a la puerta de su apartamento. Este ingeniero de la refinería desconfía de la propaganda de sus compatriotas. Pero dice que está dispuesto a defender su casa, a su mujer y a sus dos hijos: "Podemos morir todos".
c Le Monde / EL PAIS.
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