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Efectos psicológicos del Eurotúnel

He atravesado el túnel del Canal de la Mancha, viajando desde Londres a París todo el tiempo por tierra y he seguido, después, rumbo a Bruselas. He alcanzado, al fin, la nueva era en la que al Viejo Continente de Eurasia se le añade una nueva península. El gran historiador francés Michelet acostumbraba a comenzar su curso sobre la historia de Inglaterra con la frase: "L'Angleterre: c'est une île". Ahora no podría hacer una declaración tan contundente. Gran Bretaña forma parte del continente europeo junto con el resto de países comunitarios. Y ello nos obliga a revisar algunos de nuestros viejos chistes, como éste: "Niebla en el Canal, y el continente cerrado". Tenemos que pensar en otros si los británicos queremos definir ahora nuestra identidad por medio de la broma.La aventura de coger un tren hacia París vía Eurotúnel es verdaderamente extraordinaria. La hazaña tecnológica resulta altamente impresionante. El gran tren, el Eurostar, se desliza sin esfuerzo aparente, sin ruido, desde la estación de Waterloo, en Londres, pasa rápidamente a través del hermoso condado de Kent, aminora a marcha antes de entrar en el túnel, aunque no para, gana velocidad después de llegar a Francia y nos deposita sin dificultad en la estación del Norte, en París. Nada de pasaportes. Algunas palabras en inglés con un acento agradablemente afrancesado, con algunos errores de expresión simpáticos y, tal vez, premeditados.

Tomo un taxi y en cinco minutos estoy otra vez en el corazón del París viejo, planificando, antes de almorzar, mi tarde en la Biblioteca Nacional de la calle Richelieu. La tarde grisácea del invierno me recuerda inmediatamente ese párrafo maravilloso de Mario Vargas Llosa en sus memorias Como pez en el agua, cuando se acuerda cómo Julio Cortázar sintió que París le había dado a su vida algo profundo e impagable, "una percepción de lo mejor de la experiencia humana... una emocionante aventura espiritual y estética como sepultarse en un gran libro...".

Una de los grandes influencias de mi juventud fue un delicioso libro del crítico inglés Cyril Connolly, The unquiet grave, en el cual el autor, escribiendo en 1940 en nombre del legendario timonel de Eneas, Palinuro, se acuerda del Londres asediado, de las calles de París donde ha estado una vez enamorado y ha sido feliz por un momento: "Nombres sagrados: rue de Chanaleilles. Noche de verano, tilos en flor, casas viejas con jardines encerrados por unos muros altos; corazón verde del faubourg frondoso: la sensación de lo que se ha perdido: el amor perdido, la juventud también perdida, París perdida... ¡Ay!". Del maestro Connolly, mi generación aprendió a citar las máximas de Chamfort e incluso intentó copiar los epigramas de La Rochefoucauld. Ahora la casa de Chamfort y el palacio de La Rochefoucauld no distan más de tres horas del centro de Londres.

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La eficiencia del viaje impresiona. Lo que se gana en este aspecto se pierde en cuanto a su profundidad romántica. Al final de La educación sentimental, Flaubett apunta cómo, para olvidar una aventura amorosa, su héroe viaja mucho: "Il connait la mélancolie des paquebots, les froids reveils sous la tente...". A menudo yo mismo he sentido una felicidad serena y oscura, pero fuerte, al dejar mi país, observando la lenta desaparición de los acantilados de Dover o quizá de New Haven, mientras el transbordador ganaba velocidad. No puedo explicarme exactamente la razón de esa felicidad, veo muy bien las cosas positivas hechas en Inglaterra durante siglos, pero de todas formas esa felicidad ha sido una de mis compañeras de ruta durante mi vida. Pero en el Eurostar no hay ninguna melancolía. El encanto de un viaje al continente ha desaparecido. Mal para los románticos; bien para los hombres de negocios.

La impresión de que el Eurostar ha cambiado mi país se esfuma al evocar otras observaciones. George Orwell, en un ensayo de 1944, comentó que un observador inteligente de Inglaterra (durante los años cuarenta) hubiera notado cómo habían cambiado los ingleses en comparación con su representación en los viejos grabados de las librerías de segunda mano, donde el rasgo más notable de la vida inglesa (en torno a 1800) era su brutalidad. El pueblo, a juzgar por los grabados, pasaba su tiempo en una rutina diurna de combates, putas, y carnaza de toro. "Y también", sigue Orwell, hablando de sus contemporáneos de 1944, "incluso el tipo físico parece haber cambiado. ¿Dónde están", preguntaba, "los pesados transportistas, los boxeadores profesionales escotados, los marineros carnosos, con sus nalgas brotando de sus pantalones blancos, y las grandes chicas guapísimas, aunque demasiado coloradas con sus senos ampulosos". ¿Cuál fue la relación entre esa gente con el inglés de 1914, tan amable, bondadoso, reservado y respetuoso de las leyes? ¿Existe esa cosa llamada carácter nacional?

Ahora, el teatro de nuestra vida nacional ha cambiado de nuevo su programa. La gente respetuosa de 1944 se bate en retirada. Se esconde tras el Financial Times, pero los personajes salvajes (de 1800 se resisten a desaparecer, incluso de los pasillos del Eurostar, donde beben cerveza de lata. ¿Nalgas brotando de pantalones blancos? Exactamente. Los españoles conocen demasiado bien este nuevo modelo británico.

Pero, al igual que en 1800, estos nuevos británicos, mis paisanos, tienen sus mentores. Antes los capitanes de barco. Hoy, la prensa. La prensa popular de Gran Bretaña es conocida en todas partes por sus campañas contra la familia real y otros miembros del llamado establishment. Cada día, casi cada hora, el ciudadano normal lee en los periódicos -incluso en los de calidad- una lluvia de ataques contra todo lo que es extranjero, sobre todo contra el conjunto de la Comunidad Europea, pero también específicamente contra los alemanes, los españoles, los franceses o los italianos.

El comienzo de esta campaña agresiva fue el discurso de la señora Thatcher en Brujas, en 1988. El discurso fue moderado, pero fue presentado a la prensa por el portavoz de Downing Street, Bernard Ingham, como un ataque frontal contra ja burocracia europea. Fue un pistoletazo de salida para todos los escritores, periodistas o políticos que albergaban rencores hacia la Comunidad, pero que vacilaban en atacar lo que hasta entonces les había parecido la política del Gobierno. La señora Thatcher, en su discurso de Brujas, liberaba a esa gente de sus inhibiciones. Ahora vivimos en plena marea de un cierto nacionalismo provinciano.

El colmo de estas actitudes fue un ensayo publicado por el escritor Paul Johnson, buen católico, en The Sunday Telegraph, en el que sugiere que el servicio de seguridad (MI 5) debería olvidarse de buscar espías rusos y prestar más atención a los "traidores, compañeros de viaje y quislings" que apoyan la Unión Europea (¡yo, por ejemplo!). Es tos polemistas de la insularidad, los auténticos mentores de los borrachos del Eurostar, denuncian a los alemanes por ser fascistas (un político jubilado utilizó esas palabras en una fiesta de Navidad de 1994) sin ver que son ellos mismos los que preparan el terreno para un tipo de nacionalismo que aunque ya vio es el fascismo tiene con él semejanzas muy desagradables.

Todavía podremos oírles más, y más fuerte si John Major acepta la idea de los euroescépticos en favor de un referéndum sobre la próxima etapa de integración europea. Quizá el Eurostar, símbolo noble de cooperación franco-británica, ha comenzado su viaje demasiado tarde, después de que hayan comenzado a caer las sombras del crepúsculo.

Quizá, exagero. Hay también borrachos en el continente. Los nacionalistas de Little England hablan mucho, pero siguen siendo una minoría. El nacionalismo del señor Johnson, y de otros, podría ser el último aldabonazo (para utilizar la famosa palabra de Eddy Chibás) de una secta sin futuro. El Eurostar puede actuar como un vehículo de internacionalismo tecnológico sin paralelo. El ocaso del ingrediente romántico en nuestros viajes a Francia puede ser la clave del futuro. Espero que así sea.

Hugh Thomas es historiador británico.

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