La crisis de Yeltsin
LA GUERRA de Chechenia no afecta sólo a un pueblo rebelde y obstinado que se juega la vida por su independencia frente a un Ejército que reprime la secesión a sangre y fuego. Son las esperanzas de reforma democrática que llegó a encarnar Borís Yeltsin las que están en peligro. Occidente empieza ya a mirar con sospecha a este ex dirigente comunista, purgado por Mijail Gorbachov por ir demasiado rápido en su programa de cambio, defensor de la democracia y la libertad contra los golpistas de agosto de 1991 y que, en octubre dé 1993, no dudó en ordenar el bombardeo, que resultó sangriento, del mismo Parlamento que él había defendido, esta vez para liquidar la revuelta de los nostálgicos del antiguo régimen.Estados Unidos y la Unión Europea no cuestionan el derecho a mantener las fronteras de la Federación Rusa, pero evocan ya abiertamente la posibilidad de cortar el flujo de asistencia económica si Yeltsin no consigue reconducir la situación por la vía negociadora o si persisten las dudas de que, efectiva mente, esté al mando en el Kremlin. Una amenaza que, de momento, no afecta a ese principio general con el que él escritor y periodista polaco Ryszard Kapuscinski finaliza su último libro, El Imperio: "Occidente dará la espalda a otros, pero nunca dejará de ayudar a Rusia".
La crisis chechena está poniendo. en evidencia varios fenómenos preocupantes: que Yeltsin calculó mal la repercusión en la opinión pública de la operación; que ésta ha demostrado que la otrora poderosa máquina militar está desfasada y obsoleta; que los soldados andan escasos de moral y motivación; que la cadena de mando político-militar está mal engrasada; que los generales se han dividido sobre la. conveniencia del ataque; que los chechenos pueden ser pocos (apenas un millón) para enfrentarse al oso ruso (150 millones), pero que saben defenderse; que lo que Yeltsin anuncia en Moscú (fin de los bombardeos) no se corresponde con lo que ocurre en Grozni (ataques encarnizados); que el presidente ha dejado de lado sus antiguos apoyos en el bando reformista democrático para apoyarse en los sectores más nacionalistas; que Yegor Gaidar, Grigori YavIinski y la mayoría de quienes forjaron con él una alianza para sacar a Rusia del caos ya no son sus aliados, sino sus enemigos; que la información llega al presidente deformada por una corte de duros que le aísla más que le protege; que sus posibilidades de ser reelegido en 1996, que ya eran escasas, se han reducido casi a cero, y que la democracia misma, todavía incipiente, está en peligro.
No sólo es Chechenia. Es la inflación galopante, el ascenso espectacular de la criminalidad, las múltiples mafias, la corrupción, el caos financiero e industrial. Rusia atraviesa por una etapa decisiva de su historia, balanceándose entre éxito y fracaso, democracia y dictadura, reforma e involución, unión y disgregación, guerra y paz. Y el mundo mira lo que allí ocurre con preocupación, sin saber muy bien qué hacer, preguntándose si seguir apostando por Yeltsin como carta exclusiva o si hay que ir estudiando un escenario con otro líder. El actual presidente está dejando de ser, tal vez, la garantía del cambio democrático, de la construcción de un sistema capitalista moderno y del avance hacia la economía de mercado.
Sólo faltaba la catástrofe chechena: centenares, tal vez miles, de muertos por los bombardeos, cadáveres de rusos, descomponiéndose en las calles de Grozni, tanques calcinados, humillación militar, edificios ardiendo, hospitales, mercados y orfanatos bajo las bombas. Incluso rumores de golpe que provocan escalofríos en Occidente. Porque no se sabe lo que puede llegar tras Yeltsin y todas las hipótesis van a peor: más autoritarismo, más nacionalismo y más militarismo.
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