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Una ausencia presente

No solía María Zambrano interrogar al visitante sobre los pocos cuadros que la acompañaron en su peregrinar durante cierto tiempo, antes de ser ofrenda para un amigo, un bodegón sombrío de Luis Fernández; hasta el final, un fragmento de vida callejera, iluminado con dulzura por Ramón Gaya, y una paloma rojiza de Juan Soriano. Poco más. Poco menos. Pero tenía otro pequeño cuadro, ante el cual preguntaba con frecuencia: "¿Qué te parece? La armoniosa rareza del mismo un fondo grave y claro, con dos manchas negruzcas, a modo de redondos ventanucos- hacía que todo juicio titubeara, como si la naturaleza de la obra impusiera una reserva cómplice, un silencio añadido a aquel escueto ser y estar de lo pintado. De interesarse alguien por su autor, la amiga pronunciaba su nombre mucho después de un gran suspiro, subrayando tal vez así que aquello no era un simple dato, sino más bien una evocación pura: Ángel Alonso. Y aquel nombre flotaba por el cuarto durante larga pausa, hasta que allí, por sola explicación, se oía entre carraspeo y carraspeo: "¡No era un cualquiera!" Mas por no dejar de serlo, o por serlo de muy especial manera, iba a ser conocido en España; al contrario, era y sigue siendo, entre nosotros, un perfecto desconocido. En un breve texto, aún inédito, de la propia María Zambrano se decía: "Cuando conocí a Ángel Alonso en Roma, de forma inesperada y porque sí, yo no podía entender el cómo de su presencia ausente, pues así era él, uno, de los que esencialmente faltaban de España, uno de los que siempre nos faltarán".Fue el poeta Juan Carlos Marset quien me alertó de su sobrevivir en París. Y allí estuve hace un mes, en el estudio donde vivía emboscado, para hablar de Araceli y María Zambrano, en ese orden de Luis Fernández, de sí "sino de refilón y lo justo de España: "Si no hubiese españoles, ¡qué paisaje maravilloso el nuestro!" Sentado en un sillón, jugueteando con una cayada, Alonso -frágil y zumbón, de ojos azules y cabellos blancos- dejaba asomar un alma padecida y el humor del desesperado. Dijo en tonces y repitió que nunca volvería a pisar tierra española. Y así ha sido. Moría el pasado 30 de diciembre, a primeras horas de la tarde, y su cadáver era incinerado hace dos días en el cementerio del Pére Lachaise. Nacido en Laredo el 4 de marzo de 1923, Ángel Alonso llegó a Francia a finales, de los años 40. Se hace amigo de Viera da Silva y, sobre todo de Nicolas de Staël y de Pierre Tal-Coat. Expone por vez primera en 1958, en la galería de André Scheller- y luego se retira a Genainvilliers, cerca de Chartres, de 1961 a 1983, "entre yedra copiosa y un arriate de rosas" porque en Montparnasse ya había "demasiados artistas geniales y escaso espacio para la reflexión". Sus cuadros -de colores intensos, sobrios y con un gusto pronunciado por el negro carbón- reaparecen a la luz pública a partir de 1986.

Su nombre no figura en los diccionarios de pintura española contemporánea. Pero yo me permito suplir esa carencia con el perfil que de él hiciera uno de sus mejores amigos: "Espíritu, generoso e intenso orgullo. Eso es lo que siempre he apreciado en Alonso, esa inusual coexistencia, esa incompatibilidad fecunda. En otro siglo, habría sido un monje herético, recitador de plegarias subversivas que habrían escandalizado tanto a sus superiores como fascinado a los creyentes amantes de paradojas. Cínico en sus opiniones y, al par, siempre, dispuesto a hacer lo que sea preciso en favor del primero que llega -ese tipo de contradicción es frecuente entre españoles y rusos. Desconcertar con gracia, he ahí el secreto de Alonso. Sus reacciones son imprevisibles, confundidoras. Le gusta perturbar y, sin esfuerzo ni acritud, lo logra. Sus opiniones, por ejemplo durante una cena, podrían ser tomadas por provocaciones, si bien en realidad proceden de la necesidad de animar una conversación, de salvar una velada: el escándalo por temor al aburrimiento, ese terror tan frecuente en el centro de un salón. Alonso es un temperamento. No, mejor todavía: es el ser menos sereno, el menos neutro que existe, y que se mataría al instante si lo mandaran exiliado al paraíso". Este vivo retrato lo firmaba Cioran.

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