Noche monárquica
Ignoro la reacción de los padres y de los hijos actuales en esta inminente noche de Reyes. Creo que desde hace años se practica la sensata costumbre extranjera del regalo en el inicio navideño de las vacaciones es colares. Lo otro era una aberración y un fastidio. Los lamentados dispendios gastronómicos -relativos y correspondientes a los medios disponibles-, unidos a la antigua perspectiva de tener a media docena de criaturas -la cuota media por familia- exasperadas en la convivencia, correteando por los pasillos, congela en las venas la sangre. Viejos tiempos idos, pues ahora apenas se llega a la parejita, todo lo más un par de abortos; de la vivienda desaparecieron los pasillos y la bonanza que hubo a comienzos del invierno alivió la insoportable clausura, hogareña.Cuestión prioritaria y resuelta, la de anticipar los presentes de Reyes, que, no obstante, por hipocresía moral e inducción consumista, no acaba de esfumarse. Da como cierta vergüenza llegar a la mañana del día 6 sin algo que dejar en los taimados y exigentes zapatos.
En los, ¡oh!, lejanísimos tiempos de mi niñez, las criaturas de edad superior a los ocho años estábamos hartas de saber que los Reyes eran los papás, pero una benévola condescendencia -rara en el niño-, mantenía a los progenitores en el engaño de mistificar a la astuta prole. Era un delicado y perverso juego que contribuía a la cohesión de las familias. Los comerciantes, los fabricantes de trebejos y la televisión acabaron con la ceremonia de la inocencia fingida, que es su mayor atractivo; una candidez absoluta resulta sentimiento opaco, neutro, intransitivo. La infancia no tiene ya esperanzas, sino posibilidades de opción sobre catálogo.
Nadie pide cuentas, ni se percibe el menor proyecto de ponencia en el Día Internacional del Niño, a quien han despojado del derecho a la imaginación y el ejercicio de las capacidades fabuladoras. Un chiquillo de hace 60 años jugaba y se divertía -es lo mismo- con un elemental meccano, el aro y su palo para arrearle cuesta arriba; la cabeza de cartón del caballo, empicotada en un listón de madera, el tambor, tormento de vecinos; un trenecito, que si era eléctrico terminaba en manos del abuelo; los hoy denostados soldaditos de plomo, ocio, negocio y tráfico de coleccionistas. Las nenas, una reiterada comba, la pepona y la casita de muñecas, donde se forjaban las dominadoras del futuro.
Para encontrar distracción prolongada en aquellos elementales objetos era precisa la inventiva, la imaginación, la variedad. Incluso a falta de todo, la pídola, las cuatro esquinas, las tres en raya y el escondite, que despertaba en los chavales el difuso, encomiable y autopedagógíco afán indagatorio bajo las enaguas de las compañeritas de iniciales picardías. Vamos, lo que ahora quiere pasarse por la turmix de la información sexual en la escuela.
Aquellas cosas han sido arteramente suplantadas por sórdidos y retorcidos cerebros japoneses, que no dejan resquicio a la concupiscencia infantil, subyugada y colonizada por los codiciosos ingenios dictatoriales del mercado.
Ya no se sacan los zapatos al balcón, ni siquiera quienes se atrevan a intimidar con trozos de' carbón al indócil, rebelde o travieso; se acabaron las carbonerías en Madrid, indicio de la crisis minera. Algunos vetustos cabezas de familia se aferran a las trádiciones, desde el turrón a la misa del gallo -etapa que en la Nochebuena hacen los adolescentes camino de la discoteca-, las 12 uvas y los Magos de Oriente.
Los únicos confesos que disfrutan sinceramente de las cabalgatas callejeras con los concejales que para la ocasión, echan a suertes el papel de Baltasar: notable ejemplo, de tolerancia racial, llegado del Nuevo Testamento. Y los aún bebés que contemplan el desfile en brazos parientes, con el mismo pasmo y maravilla con que se alegrarían sus novicias pupilas ante el paso de una escuela de trepidantes y jacarandosas mestizas cariocas al compás de la samba, en lo que, probablemente, se asocien los adultos. También, surge la deportiva confusión folclórica con el intrépido -Santa Claus, campeón de los fórmula 1, ocho renos y trineo con air-bag o bolsa de aire, ligera traducción que se emplea en la publicidad norteamericana destinada a la gente de habla hispana, y el San Nicolás, deslizándose por las chimeneas, con los riesgos que ello comporta.
Quizá se conserve el trío de reyes por la pueril vanidad de los ediles; con tal de subirse a un camello son capaces del pacto más inverosímil, desde Juan Barranco al castizo y bronco Ángel Matanzo,.
A partir de la Revolución Francesa los pequeños han abandonado las creencias en la realeza, mágica o no. Según mi parecer salieron perdiendo. Y más aún cuando se ha apoderado de su mundo exclusivo la pedestre técnica delos marcianitos. En ocasiones pienso que tenía razón Peter Pan cuando, previsoramente, no deseaba crecer. Hoy produce grima el pensamiento de imaginarle dándole a la tecla de los nintendos, disputando una partida con el Capitán Garfio, al tiempo que critica la mezquindad de los papis, que no han acertado con el modelo que tan explícitamente había pedido. Eugenio Suárez es escritor.
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