Provincias
Cuando el clima político de la capital del Estado se agria por momentos (quizá contagiado por la histeria antigubernamental que se destila desde las páginas madrileñas que con mejor fortuna están adoptando el estilo periodístico del Egin), con el mercado financiero agitado por el pánico y la oposición presa de uno de sus ataques de súbita impaciencia electoralista (demandando la cabeza de González como precio a pagar por el tardío desvelamiento del caso GAL) parece un momento inmejorable para aprovechar las vacaciones y tomarse un descanso visitando a la familia que vive en provincias.Por eso, cuando llegas por fin a tu perdida ciudad natal, lo haces con la esperanza (alimentada por la retórica de los estereotipos navideños) de hallar un remanso de paz y serenidad, capaz de hacer realidad la vieja nostaIgia que tradicionalmente se manifesta como menosprecio de corte y alabanza de aldea. Pero sin embargo no es así. Por el contrario, todos tus parientes y amigos escuchan las mismas emisoras de radio y leen los mismos periódicos de Madrid, por lo que en seguida te asaltan con sus preguntas sobre la grave crispación política que se supone que nos sobresalta a los que, para nuestra desgracia (según creen ellos), vivimos en la tumultuosa capital del reino.
Y esto no pasa sólo ahora en Navidad, sino siempre que vas a provincias, por ejemplo a dar conferencias o a formar parte de algún tribunal. En todos esos casos, tus anfitriones, colegas o conocidos siempre te asaetean con las consabidas preguntas: ¿qué cotilleos nos cuentas, qué secretos inconfesables conoces, en definitiva, qué se cuece por la capital? Lo mismo, en suma, que me han preguntado esto ' s días que he pasado en mí ciudad natal. Pero ahora, quizá espoleado por la aguda gravedad aparente de la crisis del GAL, me he dado cuenta de que esa curiosidad provinciana llegaba a superar la inercia misma, de la Navidad: quiero decir que, a diferencia de otros años, la preocupación política parecía suplantar a la propia fiesta familiar.Esto me ha hecho reflexionar, haciéndome advertir la oculta interdependencia moral que tan estrechamente vincula a cada capital de provincia con la común capital de España de la que políticamente dependen todas ellas. Y no he podido menos que relacionarlo con la reciente polémica desatada en torno a la posibilidad de suprimir la figura del gobernador civil: institución ésta que constituye el cordón umbilical que liga a Madrid con cada capital provincial.
Advertiré que mi propia posición al respecto, aunque inexperta y superficialmente formada, venía siendo hasta aquí la de simpatizar en mucha mayor medida con los detractores que con los partidarios de la institución del gobernador civil, indeleblemente vinculada en mi memoria personal con la dictadura franquista. Esto no quiere decir que no respete la posibilidad de reformular constitucional y democráticamente la institución (transfiriéndola, por ejemplo, al poder autonómico), pero lo cierto es que hasta ahora me identificaba mucho más con aquellos que desean suprimirla (como sucede con los nacionalistas).
Sin embargo, esta estancia navideña en provincias me ha hecho cambiar, pues he advertido que si desaparece la figura del gobernador de, la provincia con él desaparecerá también la capitalidad provincial misma. Yo me crié en una de estas vicecortes (como delegadas de la corte de la capital del reino) que son las capitales de provincia. Y por muy asfixiantes que estas ciudades parezcan, lo cierto es que constituyen el único sostén moral que protege a la ciudadanía contra el riesgo de desertización cultural que amenaza al interior del país.
Por eso, suprimir los Gobiernos provinciales es erradicar también la capitalidad. moral de las provincias españolas, condenándolas a disolverse lentamente en su entorno de aldeano marasmo cultural. ¿Resulta necesaria esa jacobina decapitación provincial? ¿Acaso nuestra cultura política anda tan sobrada de instituciones que podemos permitirnos el lujo de destruirlas en lugar de reformarlas?
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