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En la Casa de Campo

En la tarde soleada de un reciente domingo un hombre desocupado y algo cansado de sí mismo decidió dar un paseo por la ciudad. Pero al asomarse por la ventana, se dio cuenta de que Madrid estaba cubierto por su acostumbrada boina de aire contaminado. Fue entonces cuando se le ocurrió acercarse a la Casa de Campo. Seguramente allí podría pasear sin ahogarse.La entrada al recinto llevaba tres pintadas. "UGT roba", decía una. Otra afirmaba: "UGT roba". "UGT roba", remataba la tercera. "Curioso", pensó el hombre. "No es UGT el sindicato de los socialistas, aquéllos de Cien años de honradez? ¡Qué cosas hay que ver hoy en día!".

El hombre dejó atrás la corrupción política y pisó las hojas secas de este invierno casi primaveral. Inmediatamente se encontró con un hombre que toreaba. Bueno, no había toro, pero el torero -tendría unos cuarenta años- movía su capote con un garbo y un sentimiento extraordinarios, se gustaba, en la jerga. Vamos, ni Curro Romero recién salido de la ducha podría trazar con su toalla una verónica con más arte.

El hombre desocupado se adentró en una senda por donde no podían pasar los coches. El camino subía ligeramente y el hombre pisó fuerte, empezó a respirar profundamente. Durante más de un cuarto de hora no se encontró con nadie, y se dedicó a admirar la naturaleza. Se fijó en una bandada de pájaros chillones de un verde-amarillo casi sicodélico. "¡Qué suerte tener la Casa de Campo!", pensó.

Llegó a la parte más alta y alejada del parque, donde los pinos y la hierba bañados de sol imitaban el color de aquellos pájaros. A su alrededor algún deportista practicaba footing o alguien paseaba silenciosamente en bicicleta. El hombre miró hacia la sierra que, a causa del aire menos contaminado, parecía estar muy cerca.

El hombre se tumbó boca arriba y suspiró. Hasta aquí no llegaba el ruido de los coches, se había olvidado completamente de la corrupción de UGT. Era como si hubiera barrido con un trapo mojado y limpio todo lo superfluo acumulado en su cerebro: ahora no pensaba en nada. Era algo así como ese sosiego que experimentaba después de, hacer el amor, sólo que ahora no tenía que hablar con la amada. Es posible que durante unos minutos dormitara.

El hombre se levantó y emprendió el camino hacia casa: le esperaban quehaceres. Por el camino se encontró con padres e hijos en bicicleta. También se cruzó con una pareja de minusválidos con muletas que se paraban cada pocos metros para descansar. Les acompañaba otra pareja, sin impedimentos. "Mira", dijo este segundo hombre con autoridad, "si la Mari quiere hacer eso, pues es su problerna". Tenía esa voz aguardentosa que se da mucho en Madrid.

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Un poco más allá nuestro hombre se encontró con un merendero rodeado de coches. Desde dentro del merendero salía el molesto ruido de un motor. Prosiguió su marcha por un camino que bajaba entre árboles. En la cuneta había tres coches aparcados en cuyas radios se podía escuchar rap, las últimas noticias o la retransmisión de un partido de fútbol, un encuentro muy emotivo a juzgar por la voz agitada del locutor quien, como todos los de su gremio, exageraba la articulación de las rrrrrrs.

El hombre cogió una senda que se apartaba del camino y se encontró con una pareja mayor. "Escucha, Pablo, el cura me ha dicho que no podemos estar juntos", decía la señora. "Ésta sí que es una conversación interesante", pensó el hombre desocupado, pero nada más verle, la señora se calló, y Pablo tampoco quería hablar en ese momento. Luego nuestro hombre se cruzó con un matrimonio y sus dos hijos de corta edad. "¡Álvaro, ten cuidado!", gritó la madre al chaval que se adelantaba un poco. "Cállese mujer", pensó nuestro hombre, "deje en paz a Álvaro. Es normal que los niños corran por el campo".

El hombre desocupado se detuvo un momento para descansar. Vio la boina sobre Madrid y escuchó el zumbido de los coches que pasaban por la M-30. Luego bajó hacia el camino, en cuyo borde vio preservativos usados y alguna jeringuilla. Miró con curiosidad a una prostituta que estaba al lado del camino.

El hombre cruzó la M-30 a través de un puente para peatones y luego utilizó otro puente para tras pasar el Manzanares; el río estaba negro, maloliente, muerto. Vio edificios diseñados por arquitectos cuyos padres habían hecho muchos sacrificios para darles una carrera, y luego los arquitectos habían premiado a los padres de esa manera tan ruin. En algunas paredes había pintadas, y en otras, unos reclamos para una divertida fiesta de Fin de Año: se detallaban las marcas de famosos licores nacionales y de importación que iban a servirse en la barra libre y se avisaba de que había "plazas limitadas".

El hombre cruzó una mirada con un vagabundo que se contaba mentiras en voz alta.

"Bueno", pensó nuestro hombre, "por lo menos podré contemplar desde la calle de Bailén una maravillosa puesta de sol sobre la Casa de Campo". Fue entonces cuando, debido al ángulo del sol agonizante, se llevó una desagradable sorpresa: ¡el aire sobre la Casa de Campo estaba tan sucio como el del resto de la Ciudad! Al hombre se le vino a la cabeza una frase que había oído, no sabía dónde: "Madrid me mata".

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