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Tribuna
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Al final

Rosa Montero

Me lo ha contado Marcelo Covián, director de la Editorial Ariel: estaba él cenando hace poco con el Premio Nobel de Economía Keneth Galbraith, un personaje singular, capaz de seguir ágil de vida y mente a los 86 años, cuando la esposa de éste, una octogenaria pulcra y diminuta (Galbraith mide casi dos metros), se levantó de la mesa para ir al servicio. Entonces, el economista se la quedó mirando, ancianita y enana, renqueando, apoyada en un bastón camino del baño,y le confió a Covián con embeleso: "She is wonderful (es maravillosa)".Más allá de la senectud debe de haber una manera de amar (si se llega hasta ahí, si se sobrevive físicamente al tiempo y moralmente a la ferocidad de la vida cotidiana) más plena que el amor pasión de la juventud: lo intuyo como quien adivina que al otro lado de las galaxias puede haber un planeta como el nuestro, una realidad que la ciencia da como posible, pero de cuya existencia no estamos muy seguros. '

La tentación reside, al oir una historia como ésta, en imaginarla como la culminación de un cuento rosa. Como el cierre conmovedor y deslumbrante de una relación de amor perfecta que duró medio siglo. No sé nada del matrimonio Galbraith, pero sé de la sustancia de los humanos, y en 50 años de convivencia caben todo tipo de horrores. Y sin embargo, creo adivinar (lo he visto, varias veces) que las parejas muy ancianas pueden llegar a construir un espacio final de entrañamiento; y que instalados allí juntos, en la otra orilla de los años, como supervivientes de tantas batallas y de todas las derrotas, pueden recuperar la inocencia de los enamorados y quererse entonces como nunca antes: con la urgencia de la falta de futuro, que es más poderosa que la urgencia de la carne. El tiempo, en fin, que todo lo quita, por lo menos a algunos les da eso.

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