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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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Vayamos de cabeza

Se perciben indicios de una vuelta al sombrero, tanto los hombres como las mujeres. Todo depende de ellas, y si se lo proponen estimularán la imaginación de los creadores indumentarios, cuyos desvaríos no conocen límite. Es en el idioma español donde el nombre del cubrecabezas tiene mejor sentido: dar sombra.Una vieja, estimada y ya desaparecida amiga, reputada y heroica editora, Fermina Bonilla, me confió, allá por los paupérrimos años cuarenta, en un Madrid que se incorporaba sobre sus ruinas, la clave de la distinción: "Cualquiera puede ir con el traje remendado, el abrigo vuelto, los zapatos de tacones distraídos y un bolso de hule, pero si lleva el sombrero adecuado será una dama elegante". Ella lo era: alta, garbosa, de enormes ojos, creo que del dorado tono de la uva madura. Fue marquesa, enviudó y caso se con el arquitecto Eduardo Olasagasti, vasco enterizo y cordial. Vivieron y murieron en Madrid. Buena gente.

En el caso de los varones este asunto es más problemático, especialmente en nuestra ciudad, donde apenas llueve ni hace frío que justifique abrigar la olla y tan duro es el verano que incluso el jipijapa más ligero estorba, pues perdimos la costumbre. Hasta hace 50 años venía descrito como una prenda de vestir, tan indispensable como la falda o los calzones. Era la parte más visible e importante de la mujer, cuando se suponía que poco estaba encerrado en el cráneo. Siempre hubo flujo y reflujo: si privaba el ornato de los cabellos, el peluquero alzaba monumentos de bucles, rizos, tirabuzones, ondulados; jardines rubios, castaños, negros, teñidos, lacados donde no quedaba lugar para otros perifollos. Dos reinas españolas excepcionales -así hay que reconocerlo- revolucionaron en su tiempo el tocado mujeril: Leonor de Castilla, primera esposa de Francisco, y Marga rita de Navarra, que plantaron las iniciales plumas en los protocolarios birretes sombríos.

La moda nunca ha sido pendular, sino vertical; al peinado escandaloso sucedía el sombrero que las damas inglesas de finales del siglo XVIII tenían el coraje de encasquetarse y llegaba casi un metro sobre el nivel de los hombros, lo que las bajitas encontraban decididamente favorecedor. Si las faldas se encampanaban como talares mesas camilla, bajaban los escotes , palmo y medio; Mary Quant elevó el listón hasta cerca de la ingle, compensado -¿por qué extravagante regla de las compensaciones?- por los jerséis de cuello vuelto.

Los viejos recordamos las congojas que precedían a la boda de imprescindible asistencia, aunque fuera modesta: visitas a la sombrerera, meditaciones sobre las revistas ilustradas y los figurines imaginados en París... Un drama convulsivo, el encuentro de dos modelos parecidos, lo que podía erosionar el honor familiar. Sombreros de fieltro, de crinolina, de lana, tafetán, terciopelo, encaje; de Módena o Toscana (¡aquella deliciosa pieza de bulevar Un sombrero de paja de Italia!), que revelaban el estilo, la galanura y movían la admiración y hoy nos troncharían de risa. Critican a la inestable princesa de Gales, pero lo cierto es que,tengo vistas, al menos, tres ladies Di con semejantes pamelas en otras tantas ceremonias nupciales, complementadas con los enjutos cuerpos ceñidos a juego con el capelo casi cardenalicio.

El misterio e intrigante universo de la moda parece reaccionar con mayor fuerza en épocas de crisis, circunstancia que quizás pudieran explicar, de ser capaces de ponerse de acuerdo, los sociólogos y los eco nomistas, en el transcurso de una fenomenal borra chera. Nunca como ahora -eso no debe consternar a las feministas- aparece con mayor perfección esté tica el cuerpo de la mujer. Las maniquíes no son sola mente altas y aparentemente flacas, sino de belleza que roza la perfección, según nuestros patrones, claro está; no obsta que ciertos fundamentalistas las prefieran gordas. Esto llevaría a la deducción de que el fascinante chador y el velo contribuyen a disimular las curvas. Es otro mundo el oriental, y su influencia en el tema de los sombreros tuvo el momento glorioso en los turbantes que tan bien le sentaban a Greta Garbo, sin ir más lejos.

Mi hermana Margarita -nombre común entre las soberanas, las heroínas fáusticas y románticas ha sostenido el tipo sin desmayo hasta la fecha, y pasea el variado e idóneo surtido, según las estaciones del año, por las estaciones del Metropolitano y el autobús, realizando las desinteresadas y útiles gestiones que asume de los familiares y amigos. "Causa respeto", me dice, "y suelen atenderme mucho, mejor cuanto más estrafalario parezca lo que llevo encirna". Tiene razón y atestigua lo acertado del criterio de Fermina. "Sin olvidar los guantes, que asimismo inspiran miramiento". Hace bastante que dejó de teñirse y sigue hermoseada amparando su blanca melena bajo el parasol de las pamelas primaverales o el pertinente güito. No hay, pues, eslabón perdido; si vuelven los sombreros no la pillarán desprevenida.

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