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Clinton y América Latina

Jorge G. Castañeda

Por el efecto en el margen de maniobra y la capacidad negociadora del presidente Bill Clinton, por el impacto ideológico del triunfo avasallador de la derecha republicana y por las reverberaciones del sí en California a la Proposición 187 sobre los derechos de los indocumentados, las recientes elecciones norteamericanas pueden convertirse en una de las más significativas en muchos años para México y América Latina. Corren el riesgo de dar al traste con las oportunidades que abrió la llegada al poder de los demócratas, en 1992.Clinton es hoy un presidente herido; no de muerte, pero seriamente. Va a enfrentar dificultades insuperables en política interior, sobre todo en lo que se refiere a la aprobación de una reforma de fondo del sistema de salud norteamericano, transformación para la que fue electo y que no logró, en buena medida por carecer de prioridades claras y de simplicidad legislativa e ideológica. Quizá pueda detener la fensiva conservadora de los republicanos recién electos, pero su propia agenda se verá sin duda congelada hasta 1996. En lo externo probablemente suceda lo mismo, aunque en menor grado. Los nuevos dirigentes republicanos de la Cámara y del Senado, desde Jesse Helins hasta Newt Gingrich, ya han manifestado su intención de imprimirle un nuevo sello a la política exterior norteamericana en ámbitos como el GATT, la asistencia extranjera, la participación en misiones bajo el mando de la ONU y el envío de tropas a Haití u otras latitudes. En estas condiciones, difícilmente se realizarán las esperanzas de los presidentes latinoamericanos de ver realizados sus sueños de una gran zona hispanoamericana de libre comercio.Pero ante todo, Clinton es hoy un mandatario cuya reeleción -obsesión única de todo presidente estadounidense- se encuentra en riesgo. De tal suerte que si antes se veía obligado a subordinar algunas facetas de la política exterior a las vicisitudes de la vida interna norteamericana, ahora dicha inclinación tenderá a exacerbarse. Toda se sujetará a los imperativos de la campaña del 96: Cuba, Haití, la cuestión migratoria, el libre comercio, el combate al narcotráfrico, la devolución del Canal de Panamá en su segundo periodo, etcétera. Visto que los contrincantes más peligrosos de Clinton serán, entre otros, el gobernador de California, Pete Wilson, quien aseguró su reelección en parte gracias a una campaña contra los inmigrantes, y el senador Robert Dole, quien ha comenzado a reconsiderar su apoyo tradicional a la. apertura del mercado estadounidense, el ocupante actual de la Casa Blanca se verá forzado a deslizarse hacia posiciones cada vez más demagógicas.

Segundo efecto: el triunfo republicano revestirá consecuencias políticas e ideológicas sustantivas, y no puramente retóricas o superficiales. El tránsito iniciado en 1938 hacia la conformación de una mayoría conservadora y republicana en el Congreso se consumó finalmente en 1994. La pérdida de la mayoría en 1938 por Franklin Roosevelt y el Partido Demócrata puso fin al Nuevo Trato; la reconquista de 1948 para los demócratas alteró la correlación de fuerzas partidista, pero no política.La abrumadora victoria de Lyndon Johnson en 1964 le brindó una mayoría progresista en el Congreso para ratificar sus programas sociales y antirracistas, pero ésta fue efímera; en 1968 se desvaneció. Así, entre 1932 y 1994 predominó una mayoría conservadora en el Congreso, aunque formalmente los demócratas mandaban. Hoy se alinea la mayoría ideológica con la partidista, se trata posiblemente dé una mutación de largo aliento.

El vicio profundo de la democracia de Estados Unidos, a saber, la abstención electoral del electorado pobre, negro e hispano, y la alta participación de los votantes blancos, anglosajones, suburbanos y de clase media-alta, acabó por imponerse. El triunfo republicano es el de una mayoría homogénea de una minoría uniforme: cincuenta y tantos por ciento del 35%, casi todos a la imagen del Amerlcan Dream: Bart Simpson y su clan en vivo y en directo a las urnas. A Clinton le sucedió lo que a Carter; ambos trataron de evitar que les ocurriera lo que a Roosevelt y Johnson. Estos dos, se cree, se cargaron demasiado hacia la izquierda; la clase media los abandonó. De allí que los dos sureños, Carter y Clinton, se desplazaran hacia la derecha antes de que les pasara lo mismo; al hacerlo perdieron su electorado tradicional, que se refugió en la abstención. Clinton sacrificó la reforma del sistema de salud y logró la aprobación de una ley antidelincuentes y el acuerdo de libre comercio con México. Los votantes conservadores no le agradecieron lo segundo; los progresistas no le perdonaron lo primero. Se quedó como el perro del hortelano.

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Esto signífica, entre otras cosas, que el vigor o empuje de los nuevos dirigentes del Capitolio es muy superior a aquel que emana de una casualidad, de un accidente, o de una sorpresa. He aquí el tercer efecto de los comicios estadounidenses. El pliego petitorio conservador no se limita a algunos temas tradicionales del republicanismo clásico. Incluye un extremismo cultural notable por sus fobias -antiaborto, antiinmigración, antihomosexualidad, proculto- y una exaltación de los llamados valores americanos sumamente ideológica. Los dogmas no suelen prestarse a negociaciones, ni siquiera en el país más pragmático de todos, y es probable que la predilección clintoniana por la conciliación se estrelle contra la dura realidad del fervor conservador de la derecha cristiana y de su ambición redentora. Si bien esto podría generar sólo efectos limitados para México y América Latina, en por lo menos dos ámbitos importantes de las relaciones entre la región y Estados Unidos puede introducir turbulencias preocupantes. Dejaremos a un lado, por ahora, un tercer tema crucial potencialmente conflictivo: el del aborto y el control de la natalidad y el financiamiento de los programas de planificación familiar en América Latina.

El primer tema espinoso será uno que ya conocemos, pero que había perdido cierta conflictividad aparente en tiempos recientes: el combate al narcotráfico. Los republicanos suelen atribuirle una mayor importancia al asunto, y muchos antiguos extremistas reaganianos de la cruzada antidroga de los ochenta ocupan posiciones cercanas a la nueva derecha. Es un tema intervencionista por excelencia, que permite plantear los problemas en forma maniquea, condicionando todo tipo de apoyos y preferencias comerciales y financieras norteamericanas a su cumplimiento. La creciente injerencia de Washington en la lucha antinarco al interior de cada país latinoamericano podrá intensificarse, sobre todo si los Estados de la región perseveran en su postura tácita actual: negarse ellos a declararle la guerra al narco, al tiempo que acceden a que Estados Unidos libre dicha guerra en su lugar, y en tierra ajena.

Pero la consecuencia más nociva del maremoto conservador en las recientes elecciones de EE UU se centrará en la cuestión migratoria. A pesar de los mejores deseos de numerosos Gobiernos latinoamericanos y de diversos observadores de la realidad estadounidense, la llamada 187 no va a limitarse a ser un fenómeno puramente californiano, cuya puesta en práctica sea frenada o revertida por el Poder Judicial norteamericano. La nueva mayoría republicana en Washington posee luna agenda migratoria, y la va a impulsar. Ya comprobó que el tema evoca la sensibilidad de la clase media, tanto aquella conservadora y racista que reprueba la presencia de extranjeros, como aquella más tolerante y liberal que rechaza la ilegalidad y sus efectos perniciosos para su propia sociedad. Si no promueve un equivalente federal de la proposición 187, que busca restarle derechos educativos y de salud a los trabajadores indocumentados y a sus familias, propiciará cambios en la ley migratoria que provoque efectos análogos, o que restrinja la entrada de migrantes sin papeles. La época del liberalismo migratorio en los hechos ha concluido en Estados Unidos.

También ha finalizado la era durante la cual el tema migratorio permaneció fuera de la agenda negociadora hemisférica, salvo. contadas excepciones coyunturales: Cuba de vez en cuando, las Antillas en ocasiones. Conviene recordarlo: son muchos los países de América Latina que han enviado a un alto porcentaje de sus habitantes -más del 5%, en algunos casos más de la décima parte- a trabajar y vivir en Estados Unidos. México, casi toda Centroamérica, buena parte del Caribe, Colombia, Ecuador y Perú son naciones fuertemente expulsoras de migrantes. Para todos estos países, y para sus respectivos Gobiernos, la cerrazón norteamericana en materia migratoria va a obligar, tarde o temprano, a una negociación delicada y compleja. Sus términos inevitables anuncian ya el desgarrador dilema que se planteará: legalización ampliada contra regulación compartida. Para todos serán lacerantes las alternativas; para México, más que para nadie: frontera obliga. Pero ningún país permanecerá al margen del giro a la derecha en Estados Unidos: para América Latina, como nunca, mucho se decide desde fuera de casa.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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