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Tribuna
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Es que nos falta un día

Tuve un sueño. Soñé que la guerra, el desastre de Iberia servirá algún día para hacer que la idea de llegar por el aire a esta ciudad no inspire las pesadillas que ahora sufro. Soñé que llegaba a Barajas con aspecto de japonés y que los taxistas al acecho se peleaban, por subirme a su taxi (seguía sin haber guardia que pusiera algún orden, pero eso es inherente a las esencias de esta corte), y no me despreciaban por tener la apariencia. de Chamberí con la que, por otro lado, modestia aparte, tampoco me ha ido tan mal: los taxistas de Barajas son los únicos que me han esnobeado. (Bueno, ellos y las rubias que seleccionan a los machos en las discotecas-carnicería de la Costa Brava; pero esa, como dicen, es otra historia).En el sueño, mi taxista resultaba un ser amable que hasta se bajaba a encargarse de la maleta, y no pedía que regresara Franco, ni juraba que él arreglaba esto en cinco minutos, ni blasfemaba al ver a- un negro. Ni siquiera escuchaba un sermón radiofónico a cuatro voces, ni había echado pachulí en sus asientos de skay. En la cima del sueño llegábamos a mi casa y yo recobraba mi aspecto de siempre y pagaba las 1.700 que corresponden sin que ello me costara una bronca y hasta insultos por no ser japonés, pues en Tokio, como saben los taxistas madrileños, los pasos de contador van de 5.000 en 5.000 pesetas. Y algunos de nuestros taxistas, con la célebre gracia castiza de esta ciudad, hacen lo posible para que los japoneses no padezcan morriña.

Tuve un sueño. Me quedé dormido en un sofá, y ya se sabe que los sueños de sofá son mucho más prolijos que los de cama. En mi sueño, 23.456 personas nos habíamos quedado, encerradas en el vestíbulo de mármol catedralicio que Barajas comparte con el 96,7% de los aeropuertos del mundo. Los madrileños siempre nos estamos quedando encerrados en todas partes -ascensores, colas de restaurante, aceras con coches en doble fila, rebajas, chalés tapiados por rascacielos ilegales, perspectivas históricas quebradas por la Torre de Valencia, ruidos en los bares, fútbol...-, pero lo que hacía este encierro particularmente angustioso es que no sabíamos por qué estábamos ahí y nadie lo explicaba. Como una moderna esfinge fabulada por un semiético, el panel de destinos exhibía ciudades del mundo entero: París, Milán, Nueva York, Caracas, Tres de Marzo, Ciudad del Cabo, Nueva Delhi, y muchas más, y delante de cada una ponía cancelado. Como si hubiesen abolido el mundo y a nosotros nos tuviesen en reserva para algo: reproducir la especie, quizá, después del desastre, o asaltar algún palacio, o llevar pancartas..., algo.

. Me desperté y, como a Borges, me sucedió que. seguía en el sueño: el vestíbulo, la muchedumbre estupefacta (conmigo despierto ya éramos 23.457), y el panel esfinge con el mundo cancelado. Pero nadie tenia aspecto de querer reproducir la especie. Quizá alguno, ya se sabe lo impredecible que es esto, pero, en general, nadie. Lo que sí ocurría es que casi toda la asamblea se había convertido en cuentista. Todo el mundo quería contar su historia, como hacen los novelistas jóvenes, y no hubiera estado mal de no ser porque no había público para tanto artista, y las voces (algunas de ellas muy enfadadas) se confundían un poco. Así me enteré del caso de la señora que no llegó a tiempo para ver nacer a su hijo en Melbourne, y del muchacho irlandés enamorado que tuvo que aplazar el destino que ya tenía escrito, con lo que supone eso, y de un caso particularmente patético de la bailarina que no iba a poder leer lejos, al día siguiente, las críticas que la prensa madrileña dedicaba a su ballet. Sólo estando lejos -decía sin contener las lágrimas- podía resistir las críticas. Entonces le bastaba levantar los ojos, pedir un café en otro idioma, y ya está.

Al cabo de unas horas ya no sabia en dónde estaba, si fuera del sueño o dentro, y en cualquier caso en cuál. Porque algunos desesperados que volvían del espacio exterior, después de haber intentado huir, contaban que quizá Nueva Delhi y Milán hubiesen sido cancelados, como decía la esfinge, pero lo que desde luego era impepinable es que los taxistas de Madrid habían desaparecido. Sí: los 15.000. No quedaba ni uno. No había escape, explicó una astrofísica con la certidumbre pesimista que caracteriza a los astrofísicos. De modo que ahí seguimos un tiempo extraño cabalgando entre sueños, sintiendo a veces incluso unas irresponsables ganas de reproducir la especie, fascinados sobre todo por las historias que iban demostrando cómo ese día el sol sobrevoló la Península con su inquietante rastro de calor en noviembre, pero arreglándoselas para no empujar el tiempo, dejándonos anclados en el día anterior, con el pasado raro y el futuro por rehacer.

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