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Prever la hora española

El 1 de julio pasado sonó la hora alemana: la República Federal, ocupó, por enésima vez, la presidencia de la entidad hoy llamada Unión Europea. El canciller Kohl y sus colaboradores se apresuraron (ya desde fines de junio) a moverse febrilmente, alcanzando en dos semanas su primer objetivo -el más urgente e importante- que era arrancar al Parlamento Europeo la conformidad para la candidatura del futuro presidente de la Comisión de Bruselas. Jacques Santer fue elegido, y en la operación hubo que emplear el fórceps. Las vacaciones del verano frenaron el ímpetu inicial; y apenas había éste recobrado bríos en septiembre, la campaña con vistas a la elección del nuevo Bundestag el 16 de octubre: volvió a actuar de freno. Ahora, más que mediado ya el período de la presidencia alemana, el Gobierno de Kohl puede volver a volcarse en los asuntos de la Unión, particularmente delicados y decisivos en el momento actual: preparacion de la entrada en funciones de la nueva Comisión en enero próximo; comienzo, ya en curso, de los trabajos del nuevo Parlamento Europeo elegido en junio último y cuya reunión inaugural hizo prever que no se portará con tanta docilidad como la que sus predecesores mostraron hacia el Consejo de Ministros de la Unión y hacia los gobiernos de los Estados miembros; inicio de contactos para ir preparando la preceptiva revisión del Tratado de Maastricht en 1996... Menú copioso, en el que abundan los platos excepcionalmente fuertes, y para el cual le queda al Gobierno alemán un tiempo excesivamente mermado por las elecciones nacionales.

El 1 de enero de 1995 va a sonar la hora, francesa: nuestra "vecina República" empezará a desempeñar, también por enésima vez, la misma presidencia. Los problemas serán los mismos, con el agravante de que, si han sido descuidados más de la cuenta en el semestre ahora en curso, su solución se habrá hecho más difícil en el que viene. Pero el primer semestre de 1995 va a ser en Francia terriblemente peliagudo en el terreno de la política interior, que (como en Alemania y en los demás Estados miembros de la Unión) es el que primordialmente acapara la atención de los gobernantes y de los gobernados en general. La elección presidencial de la próxima primavera trae ya de cabeza a todo el mundo. Y el resultado de esa elección es, por ahora, impredecible, especialmente en lo concerniente a la política europea de Francia, que -nos guste o no- es en la actualidad y para bastante tiempo, si está de acuerdo con Alemania y juntamente con ésta, el motor decisivo de la unificación europea, y si no lo está, sino separada de ella, su freno no menos decisivo. Lo cual, sumado a las profundas contradicciones que en lo relativo a la unificación de Europa se dan en el seno de la coalición hoy gobernante, hace prever que la presidencia francesa va a caracterizarse, por lo menos hasta mediados de mayo, por una escasez (si es que no ausencia total) de opciones claras y de acciones rápidas, muy perjudicial para el porvenir de la Unión.

Y si en la elección triunfase el candidato de la izquierda, o bien se prolongaría la actual cohabitación (presidente izquierdista con gobierno de derechas) que implica debilidad e incertidumbre, también en lo que a Europa se refiere, o bien se convocarían inmediatamente (como en 1981 y en 1988) elecciones legislativas, con lo cual el paralizador periodo electoral duraría ya hasta el final mismo del semestre.

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Todo ello podría evitarse si el presidente Mitterrand dimitiera en las próximas semanas por razones de salud (lo que, a estas alturas, es ya sumamente improbable); en tal caso, la agitación que la elección de su su cesor produciría podría cesar antes de ocupar Francia la presidencia de la Unión, o bien inmediatamente después de haber empezado a desemperñarla. Pero ni siquiera esto es seguro, pues dependería del resultado de esa elección.

Finalmente, el próximo 1 de julio sonará la hora española (para la que es de desear un éxito aun mayor que el alcanzado por su célebre homónima, la ópera de Maurice Ravel, aun que no será tan divertida como ésta, ni muchísimo menos) al pasar España, por segunda vez, a presidir el colegio de los Doce. Que yo recuerde, para el segundo semestre de 1995 no hay convocatoria electoral capaz de perturbar el trabajo presidencial de la Unión Europea que espera a quienes nos gobiernen entonces, tanto más arduo cuanto que, a la nada cómoda herencia de la problemática presidencia francesa, se añadirán los últimos y delicados preparativos de la revisión de Maastricht, llamada a ocupar la mayor parte del año 96. Pero una cosa es que, por ahora, no haya convocatoria electoral para ese semestre, y otra cosa es que no pueda haberla. Pues ¿quién sabrá predecir si son años, o sólo meses, lo que le queda de vida al Gabinete González?

Confieso no ver más que un medio seguro de ahuyentar la incertidumbre descartando la eventualidad indeseable de unas elecciones generales que caigan -con el efecto de una bomba devastadora- en plena presidencia española de la Unión Europea: llegar a un pacto serio y firme entre, cuando menos, el partido socialista y el popular (y, a poder ser, alguno más), para no hacer nada que pueda provocar la celebración de esas elecciones entre, inclusive, mayo de 1995 (para que, si producen un cambio de Gobierno, el nuevo tenga tiempo de instalarse antes del primero de julio) y febrero de 1996 (para que una posible campaña electoral no trastorne la labor presidencial en el mes de diciembre, que suele ser el de la cumbre -oficialmente, el Consejo Europeo-, que marca el rumbo a seguir en el periodo inmediatamente posterior). Junto a este acuerdo (que lo mismo podría hacer que las elecciones se adelantasen a marzo o abril del 95, como que se aplazasen, como mínimo, hasta marzo o abril del 96), sería imprescindible otro, en virtud del cual la política española en todo lo relativo a Europa (UEO y OTAN incluidas) habría de ser, desde ahora y durante esos 10 meses (también si, de aquí a abril, subiese al poder la actual oposición), fruto de una conformidad elaborada y mantenida en forma permanente del Gobierno con -cuando menos- el principal partido opositor; lo cual requeriría no solamente información y consulta ininterrumpidas, sino también cooperación estrecha y sin pausa.

Si reinase un sentido serio y profundo de la propia responsabilidad frente a España y frente a Europa, la cosa entraría dentro de lo hacedero, a condición de que ese sentido reine en todas las partes contratantes, y, con él, una lealtad y una limpieza de juego muy rigurosas. Sólo así se garantizarán desde ahora, en la medida de lo hoy posible, sosiego y aplicación en el desempeño de la presidencia española.

Es irrealista -dirá alguien- pedirle peras de esa especie al olmo suspicaz, resentido y resabiado de nuestros partidos políticos. Ojalá se equivoque.

José Miguel de Azaola es escritor.

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