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Tribuna
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El descalabro demócrata

En las recientes elecciones al Congreso, los demócratas exigían que se les reconociera el mérito por la mejora de resultados de la economía, por el inicio de una reducción del déficit real y por la aprobación de un proyecto de ley duro contra el crimen; al mismo tiempo, intentaban atemorizar a los votantes con la predicción de que los republicanos recortarían los impuestos a los ricos, reducirían todo tipo de programas sociales y gravarían los subsidios de la Seguridad Social de los jubilados.Los republicanos afirmaban que los demócratas seguían siendo, como siempre, el partido de los impuestos y el gasto, que eran suaves con el crimen, que estaban demasiado preocupados por los derechos de los homosexuales y las minorías y no lo suficientemente preocupados por las necesidades de la tradicional clase media estadounidense, y que habían recortado demasiado el presupuesto militar.

Esta campaña, incluso más que otras recientes, ha estado dominada por breves frases pegadizas (el tiempo en televisión es demasiado caro y se supone que la capacidad de atención de los espectadores es demasiado corta para un verdadero análisis de los problemas) y por las descalificaciones personales. Al público le gusta sentirse moralmente superior a todos los políticos; por eso, el alto grado de desprecio e insulto parecen haber ganado más votos que los que han ahuyentado.

En estas circunstancias, y con solamente un 39% de los sufragios de los ciudadanos con derecho al voto, los republicanos alcanzaron una asombrosa victoria. En mi opinión, la falta de un debate serio sobre los temas significa que los resultados no pueden constituir un mandato para ningún programa legislativo concreto. Y tampoco es posible deducir un verdadero programa a partir de la oratoria republicana que hablaba de rebajar los impuestos. conservando a la vez programas sociales que valen la pena y aumentando el gasto militar.

El voto fue un abrumador voto de no confianza en Bill Clinton. Los votantes no culparon a los grupos de presión de la industria farmacéutica y los seguros, que han acabado con todas las propuestas significativas para un sistema sanitario asequible. No culparon a las empresas madereras ni a los magnates ganaderos, que paralizaron las iniciativas ecológicas del Gobierno. Culparon a un presidente que fue incapaz de imponer disciplina a su propio partido en el Congreso y que estaba, y sigue estando, demasiado dispuesto a hacer concesiones rápidas en la errónea creencia de que tales concesiones apaciguarán a sus enemigos.

Voté por Clinton en 1992, y probablemente he votado el 80% de las veces por los demócratas a lo largo de mi vida. Pero mientras veía su conferencia de prensa tras la derrota, me sentí como si estuviera viendo a un chico inteligente, bienintencionado y de buena educación disculpándose por no haber complacido a sus padres o a otras autoridades adultas, y prometiendo reconocer sus errores y hacerlo mejor en el futuro. Dicho más claramente: Clinton no da la impresión de ser un hombre maduro que sabe lo que quiere, y la falta de dotes de líder, ya sea en la victoria o en la derrota, es algo que los votantes no pueden perdonar.

Permítanme intentar explicar la actitud de la opinión pública estadounidense hacia la imagen que perciben de su presidente. Ven a un hombre de orígenes hu mildes que fue un brillante estudiante becado en Georgetown y Oxford y que se casó con una mujer brillante cuya familia podía pagarle estudios en Wellesley y en la Facultad de Derecho de Yale. Se opuso a la guerra de Vietnam y, al igual que hicieron miles de hombres como él a finales de los sesenta, evitó e servicio militar. Después se convirtió en un gobernador de éxito de un pequeño Estado cuya destreza en el puesto fue reconocida repetidamente por otros gobernadores. La opinión pública les asocia (correctamente) a él y a su mujer con los derechos de las minorías raciales, las mujeres y los niños.

En reconocimiento tanto de la capacidad de su mujer como de la exigencia cada vez mayor de plena igualdad entre los sexos, el presidente nombró a su mujer como. su principal asesora a la hora de desarrollar una propuesta de cobertura sanitaria universal. Entretanto, los medios de comunicación descubrieron algunas discutibles inversiones personales y se deleitaron en informar de todo rumor de infidelidad conyugal anterior a su llegada a la Casa Blanca. Cada vez que sus propuestas legislativas chocaban contra la oposición de intereses establecidos, estaba dispuesto a ser un buen chico y transigir respecto a principios en los que, según había dicho, no se podía transigir. Algunos de sus aliados se sintieron traicionados, y el Congreso no tuvo problemas para mutilar sus programas.

El 39% de los posibles votantes no votó mayoritariamente contra sus intenciones legislativas en general, pero sí contra su falta de liderazgo en algunas de las cuestiones que Clinton mismo definió como las más esenciales. Excepto una pequeña minoría de reaccionarios intransigentes, la opinión pública en general no se opone a sus puntos de vista personales liberales ni se siente preocupada retrospectivamente por su oposición a la guerra de Vietnam. Pero tampoco se identifica fuertemente con él, en gran medida porque es difícil saber qué es lo fundamental y qué lo negociable en sus planes.

Pese a la falta de carisma, suele estar apoyado por la mayoría de los intelectuales, por una minoría sustancial de miembros de las profesiones liberales y por grupos minoritarios y marginales que se abstienen en buena parte de votar. Por tanto, la clase media blanca conservadora, junto con los medios de comunicación, predominantemente conservadores, domina la política nacional, y seguirá haciéndolo hasta que las minorías hagan sentir de nuevo sus votos (como en los sesenta) y hasta que los demócratas puedan encontrar a un líder que proyecte una imagen no sólo de inteligencia de colegial, sino de convicción y fuerza de voluntad fuertes y adultas.

Gabriel Jackson es historiador.

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