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Estado de ferocidad

Ha bastado con que un hombre bueno, llamado Miguel Delibes, dijera hace tan solo unos días que el español medio está desorientado por la crudeza de los ataques entre los partidos para que de nuevo ingresemos en ese estado de ferocidad que parece haberse convertido en habitual en nuestra política. A diferencia del llamado "estado de necesidad" que se convierte en eximente en la comisión de un delito, nuestro estado de ferocidad resulta ser una enfermedad con culpables bien conocidos, los propios protagonistas de la vida política que no conciben otra forma de relación habitual que la batalla campal.-Se recordará aquella descripción que hacía Pérez de, Ayala en Política y toros acerca de la vida pública de su tiempo. Para él cualquier especialista en patología política hubiera descrito el mal de la española como orquitis, es decir, una inflamación hipertrófica de los órganos viriles con resultado de esterilidad. Se refería el escritor a la presencia agobiante del Ejército, supuestamente identificado con la masculinidad, en el escenario nacional. Hoy la inflamación se ha trasladado a las meninges, como consecuencia de las sucesivas descargas de adrenalina, y la esterilidad resulta doble. Parecemos vivir condenados a una ventolera periódica de sobresaltos de furia homicida. Durante ellos se desvanecen cosas tan elementales como la posibilidad de conocer la verdad, la de definir los perfiles de los hechos que acaban de producirse o la de que seres racionales sean capaces de ponerse de acuerdo en normas elementales para juzgar los acontecimientos.

Lo importante, entonces, no son los hechos en sí, ni si quiera la estética que los acompaña, sino la forma en que actúan como respuesta ante ellos los dirigentes políticos. Lo que mide el grado de deterioro del actual Gobierno y su presidente no es, en realidad, que haya reaccionado culpando a una "campaña" de lo sucedido. Esa es una respuesta típica de quien ha tenido una hegemonía parlamentaria que hace tiempo desapareció y no parece estar tan habituado a la fragilidad que acompaña a los gobiernos que han logrado la victoria por los pelos. También es una herencia característica de la situación precedente la identificación de uno mismo con "las instituciones", como si éstas corrieran algún peligro porque hubieran sido puestas en solfa por insensatos. Lo cierto es lo absolutamente contrario: nunca ha sido tan evidente el carácter personal de un ataque, con la indicación de nombre, apellidos y NIF. Lo estremecedor (que no parece haber sido por completo apreciado por el sujeto paciente de la embestida) es que hasta el más entusiasta partidario ha tenido la sombra de una duda ante la acusación, al menos en el primer momento. Eso no se referirá a los hechos en sí sino a sus antecedentes, pero quizá es peor que así sea.

En una situación como ésa se debería encontrar prudencia y magnanimidad en el líder de la oposición pero, una vez más, su arma de guerra no es la maza de hierro envuelta en terciopelo sino la rústica estaca capaz de volverse contra sí mismo. A la menor oportunidad la oposición saca las trompetas, como los israelitas ante las murallas de Jericó, con la pretensión de que caigan y poder conquistar la ciudadela del poder. A la enésima ocasión el espectáculo no es que aburra sino que resulta ridículo. Por otro lado, una operación que exigiría las mañas de Rodolfo Valentino como es la de des prender la amada convergente del amante socialista es abordada por los dirigentes populares como si fueran rijosos sátiros persiguiendo a pudibundas ninfas. De la comparación con Italia no se sabe si admirar más la pretenciosidad de quien se atribuye el papel de gerente de la democracia o el hecho de que se exhiba ese rasgo inmediatamente después de haber participado en un festín de reparto de las instituciones estatales que para sí lo hubieran querido Craxi y Andreotti.

España no se merece este espectáculo del que lo más lamentable es el regocijo con que algunos lo ven. Si hay casos de corrupción (que los hay, los ha habido y los habrá) es posible conocerlos, descubrirlos y castigarlos sin someter a todo un país a la ducha escocesa del sobresalto y la ferocidad. La serenidad y la imparcialidad son virtudes políticas más eminentes que la habilidad en despellejar el adversario. En el fondo así lo piensan la mayoría de los españoles.

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